MAB

UN METRO EXACTO

Como casi todos los recuerdos que aparecen de pronto por asociación de algo que llevas entre manos ha llegado a mi memoria el de una curiosa historia del final de mi niñez. Tendría nueve o diez años, si es que ocurrió cursando ingreso de bachillerato o entre diez y once el año de primero. Yo estaba interno en un colegio de Escolapios en Zaragoza que era la única posibilidad de estudiar bachillerato si, como era mi caso, vivía con mis padres en un pueblo muy alejado de cualquier centro educativo al que pudiera acudir que no fuera la escuela de primaria. 

Estábamos en clase de matemáticas y el profesor explicaba su lección diaria en la pizarra. En estas, tomó un trozo de tiza y dibujó una línea recta que según él medía un metro de longitud. No puedo recordar cómo sucedió pero el caso es que yo le corregí y delante de toda la clase le dije que esa línea no medía un metro, que medía más de un metro. El profesor sorprendido me pidió salir a dibujar exactamente una línea de un metro de longitud con una actitud entre irónica, y de sorpresa. A esa edad no tenía la sutileza necesaria para distinguir lo serio y lo ridículo por lo que no dudé en salir a la pizarra confiado en mis posibilidades. Tomé el trozo de tiza y tracé sin dudar un instante una línea y al terminar dije con autoridad que mi línea medía exactamente un metro. El profesor entre la risa y la sorpresa fue a buscar un metro, midió la línea y se le heló la ironía cuando descubrió que medía exactamente un metro.

Ahora viene la explicación no vaya nadie a pensar que tenía poderes especiales. En el pueblo mi madre regentaba una tienda de las de entonces, es decir, en la que se vendía cualquier cosa que alguien en el pueblo pudiera necesitar desde una aguja para coser hasta pienso para las gallinas, artículos llamados coloniales como café, azúcar… No hace falta seguir. Vendía todo cuanto se necesitaba. En realidad mi madre no vendía sólo lo que se necesitaba en el pueblo sino que adelantándose a las técnicas de marketing que estaban por llegar a estos remotos lugares creaba nuevas necesidades con tal de engrosar el negocio.

Entre todos estos artículos a la venta había una sección de mercería. En la posguerra no se tiraba nada y se remendaba todo hasta que se caía literalmente a pedazos. Por eso, eran artículos de uso casi diario las cintas, gomas para arreglos de calzoncillos o medias, etc. Y venían los clientes y pedían medio metro de goma para pantalones, cinta para arreglar una cintura de pantalón, agujas de tricotar y este tipo de artículos. A veces se daban  situaciones muy graciosas como la de aquella niña que me pidió un kilómetro y medio de goma para las bragas de su madre.

Yo era el mayor de tres hermanos y desde que tuve uso de razón pasaba ratos en la tienda de dependiente. Y me tocó vender de todo como es natural. En el mostrador, mi madre había señalado dos puntos muy visibles que distaban un metro y otros intermedios para los centímetros. O sea, que tenía cierta costumbre de medir en el mostrador todo lo que necesitaba ser medido. Y la amplitud de mis brazos estaba firmemente asentada para esta medida de un metro.

No di ninguna explicación en la clase de matemáticas acerca de mis cualidades para la percepción exacta de las medidas, tampoco habrá resultado ser un hecho que alguien recuerde posteriormente. Por eso este pequeño triunfo ha quedado modestamente registrado en mi memoria y ahora me toca rememorarlo. 

TRIESTE

Canal. Trieste

Aún no he podido averiguar el atractivo que desde muy joven ejercía sobre mí la ciudad de Trieste. Realmente no sabía nada de ella más allá del agradable sonido de su nombre, Trieste, Triste, que era una ciudad italiana aunque geográficamente casi fuera de Italia, que había sufrido numerosos avatares y conflictos con las vecinas Eslovenia y Croacia, que había gozado de un tiempo esplendoroso por su anexión al Imperio Austrohúngaro. Y no mucho más. Pero llegaba su sonoro nombre a mis oídos y mi imaginación  me susurraba, -allí tengo que ir algún día-.

Y casi sin darme cuenta llegó ese día en el que junto a mis amigos Manuel y Carmen, planeamos Marisé y yo un viaje cuyo centro emocional lo ocupaba Trieste. Visitaríamos Eslovenia, tan próxima, tan lejana a Trieste, y Croacia

¿Cómo la ciudad de Trieste fue creciendo en mi imaginación? Fue un proceso lento y casi inconsciente. Un  proceso de esos en que es necesario al cabo del tiempo recapacitar y repensar.

Un primer acercamiento, aunque de forma indirecta, a Trieste fue a través de escritor triestino Claudio Magris. Magris nació en Trieste en los años cuarenta, se especializó en la Universidad de Turín en cultura germánica y acabó siendo profesor de la Universidad de su ciudad natal. La obra e influencia de Magris es enorme y supera las escasas ambiciones de este trabajo. Llegué a él un poco por casualidad. Había tenido la oportunidad de vivir temporadas, sobre todo de verano, en la ciudad de Bratislava, Eslovaquia, circunstancia que me permitió visitar frecuentemente Viena.

Viena y Bratislava, en mi recuerdo, son ciudades del Danubio. El río en Bratislava siempre estaba presente, inmenso, majestuoso, salvaje. Los puentes representaban el orgullo en piedra y cemento del poder humano en la dominación de semejante corriente de agua. Con frecuencia me detenía en medio de uno de los puentes a contemplar el magnífico y poderoso río. Impresionaban  sobre todo los enormes bloques helados que arrastraba su corriente en los fríos días de invierno. Otra forma de compartir el río era paseando en bicicleta por las interminables motas de tierra que aseguraban la tranquilidad en tiempo de crecidas.

Magris viajó por el rio Danubio desde su nacimiento en Ulm hasta su desembocadura por Ucrania y nos lo contó en un magnífico libro que tituló El Danubio. No fue un viaje de placer sino un recorrido cultural profundamente europeo. O por lo menos centroeuropeo. Paraba en las ciudades más representativas y nos descubría sus monumentos, profundizaba en las raíces nacionales y étnicas de sus habitantes y destacaba la labor pangermánica de la cultura prusiana o de la imperial de los Habsburgo en otros casos. Nos advirtió de los peligros de ciertos nacionalismos violentos frente al descubrimiento de las identidades legítimas de los pueblos.

Y qué tiene que ver todo esto con Trieste. Realmente nada y mucho. Yo sabía que Magris era triestino y lo asociaba a la ciudad cuando leía con verdadero placer su libro. Trieste fue parte del Imperio austrohúngaro y Magris se convirtió en un cronista del complejo y rico conglomerado centroeuropeo del que Trieste resultó un importante apéndice. He descubierto después que Magris ha escrito un libro titulado Trieste y otro de relatos relacionados con la ciudad. Quedan en lista de espera.

Pero el gran libro que me ha servido de guía para la ciudad y alrededores es el de Jan Morris. Se titula Trieste. O el sentido de ninguna parte. El primer calificativo que se me ocurre tras la lectura del libro es encantador. Sus líneas transpiran amor a la ciudad y a la región y conoce mejor que nadie sus entresijos. Con esta guía podemos disfrutar de paseos entretenidos, visitar cafés envueltos en historias de libros y escritores, descubrir rincones que  pasarían desapercibidos de no tener esa información privilegiada. 

Y también nos descubre los alrededores. El magnífico castillo de Miramare construido por los Habsburgo en el mejor estilo de la época, o sea algo cursi. Pero en un entorno de ensueño. Es preciosa la descripción del descenso desde la vecina Eslovenia al mar Adriatico a través del karst, que es el paisaje típico de esa región eslovena. La palabra karst procede del vocabulario esloveno y nació para describir esos paisajes de rocas solubles al agua que crean maravillosas cuevas, como la de Postoina. El viaje de Liubliana a Trieste es el descubrimiento del paisaje kárstico y el descenso final al mar Adriático. Eslovenos, italianos o austrohúngaros han sido vecinos pero no me dio la impresión de que convivieran en una vecindad amistosa. La complicada historia del siglo XX, con dictadores como Mussolini que sojuzgaba a los pueblo que consideraba inferiores ha dejado un poso de profundo distanciamiento, si no de desconfianza, entre las poblaciones. Y en Trieste viven muchos eslovenos que siguen hablando esloveno como una comunidad dentro de la ciudad.

Otro descubrimiento fue la península de Istria. Trieste es el comienzo de la misma. Avanzando por el litoral adriático, salvo una pequeña franja eslovena que se convierte en su única salida al mar, ingresamos en la nación de Croacia. Y de nuevo encontramos mezcla de culturas, desde el antiguo Imperio Romano hasta nuestros días pasando por ocupaciones imperiales centroeuropeas, agresiones fascistas y nazis, siempre aprovechando el vencedor, el poderoso, su superioridad para casi esclavizar a la población autóctona.

Y todo esto y mucho más nos lo cuenta admirablemente Jan Morris que escribió este libro a partir de sus recuerdos. Fue soldado inglés destinado en Trieste en la segunda gran guerra. Sorprendentemente, cuando falleció no hace mucho, o cuando escribió el libro que estamos comentando no era Mr Morris sino Mrs Morris. El autor de Trieste es uno de los primeros personajes públicos y famosos que practicó el cambio de sexo. Estaba casado y tenia hijos. Cuando se convirtió en una mujer siguió felizmente casado con su anterior esposa.

Pero la ciudad de Trieste siempre se asociará a uno de los más grandes escritores del siglo XX, James Joyce, el escritor más venerado, admirado y temido del siglo XX. Protagonista de innumerables anécdotas, muchas probablemente falsas, su recuerdo recorre todos los rincones de Trieste.

Joyce tuvo una relación complicada con la ciudad. Aprendió italiano, idioma con el que se comunicó siempre con sus hijos, y dominó el minoritario triestino, dialecto de la región. Pero la ciudad no fue generosa con él. En la decena de años que vivió aquí ocupó nada menos que nueve apartamentos diferentes debido a sus problemas con los caseros. Sobrevivió dando clases de inglés en diversos centros. En uno de ellos fue profesor de Italo Svevo, seguramente el escritor triestino más importante. 

En la actualidad se puede peregrinar visitando cada uno de los edificios en los que vivió nuestro autor.  Produce rubor constatar cómo ahora la ciudad presume tanto de aquel ilustre morador tan ignorado en su tiempo.

De los sesenta años que vivió Joyce solamente diez lo hizo en Dublín, en Irlanda. El resto de su tiempo lo repartió en varias ciudades. La estancia más larga fue en Trieste. Pero Joyce, aun estando a muchos kilómetros de su ciudad natal, vivió siempre sentimentalmente en Dublín. En Trieste escribió Diario del Artista Adolescente, con los tristes recuerdos de su educación con los jesuitas, y Dublineses, una de las obras maestras del relato corto. Uno de ellos fue magistralmente llevado al cine por John Huston. También de esta época son algunos de los capítulos de su novela Ulises. Es decir, su vida literaria, su vida principal, transcurre en Dublín, su biología, su familia, sus relaciones sociales, en Trieste y otras ciudades europeas.

Volvamos a mi viaje por Trieste. El hotel que teníamos reservado se encontraba en el centro del barrio principal, el barrio teresiano, de trazado casi geométrico, así llamado porque su construcción tuvo lugar en en la época de la emperatriz María Teresa. Se encontraba en una calle ruidosa, no olvidemos que estamos en Italia, pero que al anochecer quedaba en un silencio reparador. El hotel no era ostentoso pero podría decirse que cumplía a la perfección las exigencias de cualquier viajero que no buscase lujo u ostentación. La decoración justa pero agradable, el diseño sorprendente aunque no espectacular. Es uno de esos casos en los que hay que pararse a admirar los pequeños detalles  que vamos encontrando para que no pasen desapercibidos. 

La habitación, no demasiado amplia, era bonita, con una decoración esmerada, minimalista. Cansados, ingresamos en la habitación, me tumbé en la cama y descubrí en el techo una leyenda escrita con bellos caracteres. Era una cita de Joyce que, descubrí más tarde, procede de su último libro, imposible de traducir al español, Finnegans Wake. Me dio que pensar cuando la leí por primera vez porque la frase contiene además de una gran belleza sonora, profundidad de pensamiento. Decía, They lived and laughed and loved and left. Vivieron y rieron y amaron y se fueron. En inglés suena muy bien, casi musicalmente. Joyce era muy aficionado a la ópera y conocía muy bien la musicalidad de las palabras. Es difícil decir más con menos medios, con menos palabras. Qué podríamos añadir al contenido de toda una vida? Seguramente muchas cosas, infinitas, si queréis. Pero eliminemos las no esenciales y al final nos quedaríamos con estos cuatro fundamentos: vida, amor, risa, muerte.

Con este pensamiento me acosté esa noche, cansado por el viaje en coche y por los paseos por la ciudad. Rápidamente nos rendimos al sueño que fue interrumpido justo antes del amanecer. Serían las cuatro de la madrugada cuando sonó mi teléfono móvil y rápidamente, asustado, contesté para escuchar la noticia que no quería recibir. Mi madre acababa de fallecer casi en ese mismo instante, mientras dormía. 

Mi madre estaba a punto de cumplir ciento dos años de edad. Desde el punto de vista de la salud había sido un prodigio. A los cien años me confesó un día con preocupación que ya empezaba a notar los achaques de la edad. Nunca había estado seriamente enferma, nunca había tenido que ir a la visita de un médico especialista, no sabía qué era un ginecólogo. Pero a los ciento un años le toco vivir indirectamente la peor enfermedad para su edad, la pandemia de COVID. Durante todo el tiempo anterior la visitaba con frecuencia y transcurrían tardes felices en la habitación de la residencia o viajábamos a su casa en el pueblo cercano. Su vida transcurría feliz en medio de las visitas de hijos, nietos y biznietos. Pero la pandemia rompió de raíz ese ritmo feliz.

Poco a poco su salud fue deteriorándose y la señora que a los ciento un años se olvidaba el bastón por los rincones para que nadie sospechara que lo necesitaba, en pocos meses pasó a necesitar una silla de ruedas. Y la mujer sensata cuyos sabios consejos escuchaba toda su familia fue debilitándose mentalmente. 

Las visitas debían acomodarse a los protocolos que las autoridades sanitarias prescribían y yo sufría de ver cómo mermaban en cantidad y sobre todo en calidad. No era justo que mi madre se acercara a su final de forma tan inhumana. Pero físicamente aguantaba. Los análisis clínicos que frecuentemente le hacían permitían esperar que todo pasara y llegaran mejores tiempos. Eso me animó a abrir un paréntesis en mi rutina para iniciar mi viaje a Trieste pensando que volvería a encontrarme con ella a la vuelta. 

Pero no fue posible. No pude volver de inmediato porque no tenía comunicación rápida, tampoco era necesario porque había fallecido en Semana Santa y no se practicaban inhumaciones. Por otra parte en su testamento había dejado escrito que deseaba fuera incinerada, como así se hizo. O sea que decidí continuar el viaje y dejar todos los actos funerarios para cuando volviera.

Creo que ahora cobra sentido todo lo que he contado sobre Trieste, Triste, de sus figuras literarias, especialmente Joyce. La sentencia que estaba escrita en el techo de la habitación del hotel, que seguía viendo después de recibir la noticia cobra ahora doble sentido. Qué más se podía decir de mi madre, una mujer que vivió intensamente largos años de vida, que amó y fue amada intensamente ya no sólo por su familia sino por otras  muchas gentes, que disfrutó de la risa, de la diversión cuando con ella se encontró en su camino y que murió sin molestar, tal como había vivido.

Estoy reviviendo todos estos acontecimientos sumidos en complejos sentimientos de amor y recuerdo, todos ellos evocados por la casualidad de encontrar un pensamiento feliz expresado magistralmente  en cuatro palabras musicalmente construidas. Trieste quedará para siempre grabada en mi memoria. 

LA BOLSA O LA VIDA

Se ha pasado de moda pero hace muchos años en los tebeos el atracador, con antifaz y navaja en ristre, se enfrentaba a la asustada víctima con la fórmula clásica “la bolsa o la vida”. La verdad es que la disyuntiva presenta una elección chunga. Mejor sería decirle al atracador,  “mire, ninguna de las dos”. Pero había elegir y la menos mala era “La bolsa”.

En los años sesenta, en los pueblos pequeños de España  la vida atracaba a los niños afortunados con una opción parecida. O mejor a sus padres. La bolsa o la vida. O te quedas en el pueblo destripando terrones y quizás puedas más adelante mejorar de fortuna empleándote en alguna fábrica, o sea la vida, o te vas a estudiar en un internado de la ciudad, lejos de la familia, o sea la bolsa. Si eliges la bolsa, en un futuro y con perseverancia podrás abrirte camino, decían. Cualquiera de las dos opciones conducían a un futuro inmediato bien negro. Tampoco en este caso se nos permitía decir “ninguna de las dos”.

Ya he dicho que esta opción sólo era para los niños afortunados. La mayoría no elegía. Se los arrojaba a la vida. 

Yo tuve el privilegio de elegir la bolsa. Es decir el internado, el colegio, la soledad. Y no es que mis padres fueran ricos, salían adelante como podían, trabajando. Pero estaban seguros de lo que querían o,  mejor,  de lo que no querían. Querían que sus hijos se educasen, que estudiasen, no ya para ascender de clase social, sino por la convicción de que la cultura , y  la educación,  es el más alto valor al que se puede aspirar.

Mi madre se educó durante muchos años en un colegio femenino de monjas, siguiendo los cánones de la educación de señoritas de aquel tiempo. Al final, esos estudios se podían convalidar por los de magisterio y podían ejercer de maestras de escuela. No fue ese el destino que eligió. Se ocupó de diversos trabajos en tiempos en los que las mujeres se casaban y no trabajaban. Llego a ser funcionaria de hacienda y podría haber terminado allí felizmente su vida laboral de no haberse encontrado con el que sería más tarde su marido y mi padre para instalarse en el pequeño pueblo de ambos. Su educación le dio  instrumentos para sacar adelante sus trabajos en el pueblo con suficiencia y sabiduría. Por otra parte, su educación creó en ella inquietud por la lectura y vocación para actividades artísticas como pintar, bordar o simplemente para disfrutar cada día con el crucigrama del periódico.

La historia de mi padre fue muy diferente. Su madre, mi abuela, murió en el  parto. Su padre, mi abuelo, intentó rehacer su vida abriendo negocios fuera del pueblo que fracasaron uno detrás de otro, arruinándose lentamente. Finalmente regresó a su casa, al pueblo. No debió de ser un regreso triunfal. Mi padre tenía seis años cuando su padre, mi abuelo, falleció de una apendicitis mal diagnosticada. Puedo ver a mi padre, muchos años más tarde, con lágrimas en los ojos recordando el momento de la muerte de su padre en la cama con él abrazado. Mi abuelo era una persona ilustrada, con formación e ideales políticos poco idóneos para una sociedad caciquil y pueblerina como la que le tocó en suerte. Estas desgraciadas circunstancias sólo permitieron a mi padre una educación elemental, la que le podía proporcionar la escuela del pueblo. Por suerte para él, se encontró con un excelente maestro que le inculcó un amor a la lectura que le duró toda la vida. Mi padre ha sido uno de los mejores lectores que he conocido.

Recordemos que he elegido la bolsa. Intento evocar mi llegada al colegio en la ciudad, muy lejos de mi casa, con nueve años de edad para cursar ingreso de bachiller y no recuerdo casi nada. En ese enorme edificio recién inaugurado quedé confundido y desolado. Era primero de octubre y hasta la Navidad no volvería a mi pueblo, a mi casa, a abrazar a mi madre. No voy a aburrir describiendo la enorme tristeza en la que me ahogué durante muchas semanas. Cuántas veces me  encontré llorando sin que nadie me viera por los desolados pasillos. Cuántas veces me acosté imaginando el beso de despedida de mi madre. Por fortuna, pasaban los días y la tristeza iba dando paso a la rutina menos penosa.

Traté de seguir en mi pueblo desde la imaginación cambiando las salas de estudio o las clases aburridas por el salón de mi casa, la plaza, el río, las arboledas. Justo cuando se decidió que fuera al internado del colegio había llegado al pueblo un maestro que intentaba renovar las inamovibles costumbres pueblerinas enseñando extrañas costumbres para sus gentes como anudar una corbata y cosas por el estilo. Pero lo que a mí más me interesó de aquel maestro fue su intento de crear una rondalla. ¡Qué importantes han sido los maestros en los pueblos! A mi hermano, más pequeño que yo, con gran envidia por mi parte, le habían comprado una bandurria con la que empezaba a tocar sus primeras melodías. No tuve tiempo más que para curiosear el instrumento superficialmente, pero creí entender para qué servían los trastes en el diapasón, la afinación de las cuerdas, el cifrado de las partituras. 

Me dolía no poder disfrutar de la bandurria en el colegio y encontré un consuelo que alimentó mis descubrimientos iniciales de la música. Teníamos todos los alumnos una regla de madera bastante ancha para las clases de dibujo y matemáticas.. En su anchura creí ver el mástil y diapasón de una bandurria. Sólo me quedó dibujar seis líneas paralelas a lo largo de la regla correspondientes a las seis cuerdas del instrumento y otras líneas horizontales que reproducían los trastes. Y practicaba. Intentaba recordar las pocas canciones que había podido estudiar y se me ocurrió que podría escribir otras que tocaba en mi regla y aunque realmente no las podía escuchar creía oirlas en mi interior. Y las escribía en tablatura. Curiosamente, cuando llegó la primera Navidad pude comprobar en la bandurria de verdad que estaban bastante acertadas mis “protocomposiciones”. Sonaban bien. 

En estos ejercicios de memoria que practico al escribir estas líneas doy muchas vueltas a mi inclinación por la música. Me pregunto que de dónde me viene. Intento evocar mis primeros recuerdos y todos tienen que ver con la música aun viviendo en un páramo musical como era el pueblo instalado en el páramo aun mayor de la provincia y con unos padres a-musicales. 

La música en la iglesia. Un horror. Había en la iglesia un armonium viejo que lo trasteaba una señora soltera que, dicen, había aprendido piano en su juventud. La verdad es que lo pienso ahora y considero escandaloso llamar a aquello música. Los pedales del armonium nunca se  habían engrasado y al accionarlos producían un rítmico chirrido que durante mucho tiempo pensé que era el objeto musical de la organista porque lo que nacía de las teclas pulsadas era una monserga en el registro bajo que más parecía el ruido de una máquina.

Mejor recuerdo guardo de Miguelito. Miguelito era un pintor de brocha fina de un pueblo vecino. Las gentes no pintaban sus casas, las encalaban para adecentarlas y probablemente, sin saberlo, para desinfectarlas. Mi madre no encalaba sino que pintaba las habitaciones y Miguelito era el pintor que parsimoniosamente y sin conciencia del tiempo invertido pasaba horas trazando grecas, perfiles y adornos en las paredes. Esta tarea le ocupó largas semanas cuando yo aun no había empezado a ir a la escuela. Tendría cuatro o cinco años. Y pasaba las horas sentado en la escalera escuchando las canciones interminables de Miguelito. Recuerdo estos momentos como alguno de los más felices de mi infancia. Boleros, algún tango. Tres gardenias, Por el camino verde, Angelitos negros. Este fue mi primer repertorio.

Mis padres no entendían que yo pudiera pasar tantas horas en la escalera. Carecían de la menor inclinación musical. Mi madre desde su educación monjil pensaba que la música estaba cerca del artisteo, de los teatros, de la sensualidad, del demonio, del pecado, en definitiva. Mi padre simplemente ignoraba todo lo que tuviera relación con la música, sólo la literatura le parecía importante. La música popular era también peligrosa. La jota se podía escuchar cada día de fiesta en la cantina del pueblo y siempre en un ambiente alegre y etílico. O sea, terreno prohibido. Nunca me interesó la jota. Ni antes ni ahora.

Volvamos al colegio con el niño de nueve años, perdido en el frío edificio del internado que aprovecha cualquier momento que se encuentra solo para llorar vigilando atentamente que nadie le vea.  ¿Qué recuerdo de mi primer año, el de ingreso de bachiller? Poco y además envuelto en una nebulosa.

Las clases en general las soportaba bien y sin problemas. Los estudios me aburrían un poco pero pronto aprendí algo que me ha servido para siempre. La imaginación puede suplir a la mejor de las diversiones y ya empecé a sacarle partido entonces. Las asignaturas que me exigían memorizar y por tanto hincar los codos eran las que más me aburrían. Por suerte tenía bastante buena memoria y no me costaba mucho retener las lecciones. Ahora valoro ese esfuerzo porque las bases de mi conocimiento de la geografía de España y aun del mundo está en ese curso de ingreso y luego en primero de bachiller. 

Introduzco una anécdota relacionada con estas primeras memorizaciones. Siempre he recordado los lagos de Rusia que por entonces aprendí. Ladoga, Onega y Peipus. Y los ríos y cabos, pero siempre asociados a mundos lejanos, misteriosos. Mundos que están sobre todo en los libros. Muchos años después, en un encuentro con profesores de un instituto del norte de Estonia, realizamos una excursión que nos llevó a la orilla del lago Peipus. Allí descubrí el mundo remoto que soñaba de niño. Un enorme lago de muy poca profundidad con miserables aldeas a sus orillas que vivían de lo que pescaban en él. Fue un emocionante salto en el tiempo de cincuenta años.

Las matemáticas me gustaban más que nada porque me resultaban fáciles. No entendía como a tantos compañeros les costaba solucionar los problemas que se habían explicado en la pizarra detalladamente. Yo tenía la suerte de que con poco más de lo que escuchaba en la clase tenía garantizada una buena nota en los exámenes de matemáticas.

Mis recuerdos de los curas son vagos y poco importantes. Los sitúan mis recuerdos vigilando estudios, dando clases y manteniendo la disciplina. Ninguna relación especial conmigo. Quizás había uno que me miraba con más afecto pero al que no le correspondí con el mío. Con éste me ocurrió un suceso feo del que en su momento no encontré explicación pero se me quedó tan grabado que su recuerdo me ha acompañado siempre. El salón dormitorio era una enorme espacio con muchas camas distribuidas ordenadamente. Cada cual tenía su cama. Por la mañana un timbre nos despertaba y empezaba la actividad diaria a tempo lento. Acudíamos a una fuente redonda de la que manaba el agua como de una inmensa flor en la que nos aseábamos.

Una noche, ya acostados, con las luces apagadas y ya dormidos me desperté al notar que alguien me estaba tocando. Tengo presente la imagen del cura de rodillas junto a mi cama. Una mano la tenía sobándome los pequeños genitales. Me sorprendió su cara como encendida, los ojos se le salían de las órbitas. Más tarde cuando ya supe algo más del sexo descubrí que se estaba masturbando. Cuando el cura se dio cuenta de que me había despertado, rápidamente desapareció en la oscuridad. En honor a la verdad diré que este suceso no me traumatizó ni entonces ni después.

A los espacios de los curas no se podía acceder. Lo llamaban clausura. Tampoco es que tuviéramos curiosidad por entrar allí. Pero ya en esa temprana edad sentíamos que no era una vida sana la de aquella gente que vivían juntos pero no daba la impresión de que se quisieran demasiado entre ellos.

Otro recuerdo me visita de vez en cuando. En el colegio había estudiantes internos y estudiantes externos. La educación era la misma con la única diferencia de que los externos venían cada día de su casa donde vivían con su familia y los internos procedían de pueblos más o menos lejanos. Pero había otra clase de estudiantes, por llamarlos así. Los llamaban fámulos. No tenían contacto con los internos ni con los externos porque los curas no querían que se mezclaran los que pagaban con los que  eran acogidos por compasión. Los fámulos procedían de pueblos o de la ciudad, de familias sin recursos y a los que se les daba una educación de baja calidad gratis a cuenta de sus trabajos limpiando el colegio, ayudando en las cocinas, etc. Siempre me pareció una esclavitud disfrazada de caridad.

Y si no encontré evidentes malos tratos continuados como se decía que ocurría en otros colegios sí que pude asistir a momentos desgraciados poco acordes con la caridad que predicaban. Fue ya en primero de bachillerato. Un alumno, externo, procedente de una familia pobre no se lavaba suficientemente las orejas. El chico, al que he visto años más tarde, era algo deficiente y no hacía caso cuando el cura de turno le decía que se lavara mejor. El desenlace fue sonrojante, no sólo para ese alumno sino para casi todos los que asistimos al penoso espectáculo. El patio del colegio tenía en el centro una pequeña fuente. El cura avisó a los alumnos de las clases que daban al patio para que se asomaran a las ventas porque iba a lavar públicamente y con escarnio al pobre chico. No creo que se le haya olvidado nunca. Yo que fui simple espectador lo recuerdo con claridad y aún noto cierto rubor en las mejillas cuando acude a mi memoria.

Y llegaban las vacaciones y volvía a reencontrarme con las delicias del pueblo. Buenas comidas,  gentes que me recibían cariñosamente. Recuerdo que todos nos saludaban amablemente y se alegraban de nuestro regreso. Debíamos de ser como las golondrinas que anuncian el verano. Nosotros anunciábamos días de fiesta. Alguno no sabía bien la fórmula de bienvenida y en vez de empezar  con “qué tal estás”,  me decían directamente “bien y tu”. Siempre me ha hecho sonreír el tratamiento que en los pueblos hacen de estas formulas de cortesía, como las de duelo en los funerales que se dicen sin entender realmente el significado de las palabras y se convierten a veces en verdaderos disparates.

Las vacaciones de verano eran las mejores porque eran largas, teníamos buen tiempo y permitían planes de largo recorrido. En ese tiempo y durante muchos años tuve un buen amigo, muy diferente a mí, con el que compartía  mucho tiempo. Era experto en habilidades que yo nunca tuve. Sabía dónde estaban los nidos en las paredes del pueblo, con el tirachinas donde ponía el ojo llegaba certeramente la piedra. Yo le seguía a esas actividades. Nos bañábamos en el río. Pescábamos barbos con aparejos de construcción casera.

Mi madre, que regentaba una tienda de pueblo, o sea que vendía de todo, recibía todas las semanas los tebeos de la época. TBO, Pulgarcito, Capitán Trueno, Jabato, El Guerrero del Antifaz, Hazañas bélicas. Ella decía que los compraba porque así conseguía que descansáramos después de la comida bien durmiendo una siesta o leyendo. Recuerdo las placenteras tardes de lectura. Sabía todo de cualquier personaje de comic. Me encantaban los dibujos de Coll. Las historietas de Escobar. Me gustaban los dibujos de El Capital Trueno, menos los de El Jabato. Admiraba el realismo de Hazañas Bélicas.

De los tebeos pasamos a una colección de clásicos que tenía una sección de texto y otra de comic con el resumen del argumento. Comenzaba a leer el comic pero pronto pasaba al texto completo. Fue mi introducción a una práctica que me ha acompañado felizmente siempre, la lectura. Miguel Strogoff, Viaje a la luna, Los hijos del Capitán Grant, La Isla del Tesoro, El último Mohicano y tantos y tantos primeros títulos.

Y así pasaron esos dos años, los de ingreso y primero de bachillerato interno en un colegio de curas lejos de mi casa. Después, con once años mi vida iba a dar un giro que me dejará en otro internado diferente. Tampoco pude elegir ya que, como antes, elegían mis padres. Y de nuevo eligieron la bolsa, aunque muy diferente a la anterior. Pero será tema de otro capítulo.

UNA TRISTE HISTORIA

(Todos los personajes, localizaciones y detalles circunstanciales son ficticios. El fundamento de la historia es verdadero)

ANTONIO

Aunque los golpes repetidos en la pared del baño que se estaba reformando no me invitaban a sentarme al piano, pensé que no podía hacer nada mejor que practicar un rato y de esta forma pasar el tiempo algo más distraído. No eran más que ejercicios de digitación y velocidad ya que no podía concentrarme en obras de envergadura. No pasé mucho tiempo sentado al piano cuando se me acercó el albañil que trabajaba en el cuarto de baño mostrándose muy interesado.

– A mí -dice Gregorio, es el nombre del albañil, quitándose el puro Farias de la boca- el pianista que más me gusta es Maurizio Pollini. 

Es fácil imaginar mi asombro. Lo último que podría pensar es que el albañil fuera aficionado a la música clásica de piano y mucho menos que además estableciera una jerarquía de intérpretes. Superada la primera sorpresa, le pregunté.

– Así que es aficionado a la música clásica de piano?

– Muy aficionado -contesta, mientras se ajusta la correa del pantalón a su voluminosa cintura- 

-Es que mi mujer es concertista de piano -aclara-.

Pienso que su mujer será, en el mejor de los casos, una profesora de piano en alguna academia de la ciudad.

– Ahora tiene una gira de conciertos por América. -añade Gregorio.

Puede decirse que estaba al borde del colapso surrealista. Pero es un estupendo albañil y no ha dado muestras de locura. Podría ser verdad todo lo que cuenta. Como prueba secreta dejé caer la siguiente trampa en forma de pregunta:

– Estoy interesado en un pianista canadiense muy importante que se llama Glen Gould. Podrías preguntarle a tu mujer, cuando vayas a comer a mediodía, qué opinión le merece sobre todo como intérprete de Bach? 

– Por supuesto -me contestó- luego te contaré. -En todo momento me tuteó

Durante la comida, no deja de dar vueltas en mi cabeza la increíble escena que acabo de presenciar. Un albañil tiene todo el derecho a extasiarse con la música de piano, incluso a establecer calidades entre los intérpretes, pero, reconozcámoslo, no es frecuente.

A la vuelta al trabajo no hizo falta que le preguntara. Gregorio trazó un pormenorizado análisis de Gould, con sus virtudes y defectos, tal y como le había explicado su esposa. Bueno, todo tendrá una explicación que habrá que encontrar.

– ¿De dónde viene tu afición por el piano? y ¿como conociste a la pianista con la que te has casado?. -le pregunto—

IRINA

Qué bien me encuentro en esta ciudad andaluza. Gozamos de un clima estupendo, una buena comida, tenemos tiendas en las que podemos comprar lo que necesitamos e incluso lo que nos apetece. Pero sobre todo, gozamos de libertad. Cómo valoramos la libertad los que no la hemos disfrutado nunca.

He vivido casi toda mi vida en Moscú. Moscú es una ciudad hermosa anque no he podido disfrutar de ella a pesar de los años que he pasado en ella. Mis recuerdos casi se reducen a un piano en el que practicaba de la mañana a la noche, a los desplazamientos diarios al Conservatorio de Música en los que no podía ni debía entretenerme, a la Residencia de estudiantes que ha sido mi casa familiar durante los últimos años. Menos mal que he tenido un refugio seguro que nunca me ha abandonado, al que siempre he confiado mis alegrías y mis tristezas, mis triunfos y mis fracasos. Ya lo habéis adivinado, es la música. La Música, con mayúsculas.

Nací no hace mucho, pues aún soy joven, en una pequeña ciudad de una, en aquel momento, República soviética. Mis padres eran modestos trabajadores que con su esfuerzo conseguían mantener dignamente a sus tres hijos. Pero los ojeadores de talentos del Estado recorrían todas las ciudades soviéticas para descubrir niños que destacaban en alguna disciplina, música, deporte, ajedrez, niños de talento superior. Y me descubrieron a mí como una niña que destacaba en la música. Mis papás me habían llevado desde muy niña a una escuela y, la verdad, avanzaba en el piano con más facilidad que mis compañeras.

Mi hermano y mi hermana tuvieron suerte porque se quedaron con los padres. Mi hermana se graduó como médico ginecóloga y mi hermano está terminando sus estudios de ciencias. Digo que tuvieron suerte porque a mí me arrancaron de mi familia y me desterraron a Moscú. No volví a abrazar a mis padres más que en muy contadas ocasiones que fueron desgastando los lazos afectivos hasta ver en ellos casi unos desconocidos. Mi nueva familia era una residencia infantil en la que nos encontrábamos niños y niñas de todos los rincones del Estado, cada cual en su especialidad. Allí nos cuidaban funcionarios, unos más cariñosos que otros, pero todos, en definitiva, ajenos a sentimientos propios de una familia.

Así transcurrió mi niñez y mi adolescencia. Mi destino estaba trazado desde el comienzo. Estudiar y estudiar para destacar como intérprete con el único propósito para el Estado Soviético de lucir ante el mundo sus maravillosos ciudadanos. Tendría que ir presentándome a concursos de piano, primero de un nivel no demasiado alto y subir progresivamente para, quién sabe, llegar a ganar el prestigioso Chopin de Varsovia o el Tchaikovsky de Moscú.

Mi vida es mi música. Y es mucho, pero yo quiero algo más. Quiero vivir la juventud de la que me están privando. En Moscú esto no va a ser posible. Tengo que calcular mis posibilidades. He de huir del país y no volver. Mi educación ha sido de un feroz utilitarismo para el Estado y carezco del sentimiento de lealtad. No debo nada a nadie. Todo lo he conseguido con mi esfuerzo. He de ser egoísta porque el mundo ha sido egoísta conmigo.

Volvamos a Moscú. Me han hablado de un concurso de piano en una ciudad del sur de España. No es un concurso de primer nivel, pero está dotado de un buen premio en metálico y ganarlo supone un buen empujón en el currículo personal. Además podré disfrutar de una ciudad acogedora durante una época de bien tiempo. Pero hay algo más.

Ya van para unos cuantos años desde que se instaló en mi cabeza un plan del que no he hablado ni a mis mejores amigos. Ha ido madurando. He decidido poner los medios que hagan falta para quedarme en alguna ciudad que visite por algún concierto o concurso y no volver a Moscú. Sé que voy a tener vigilancia y mis pasos estarán controlados. Será cuestión de hacer todo bien. La mejor manera será encontrar, sin que trascienda al público, en las semanas que dure el concurso un hombre soltero con el que casarme y así legalizar mi situación. Para esto es necesario que vaya superando las distintas fases de un concurso ya que si no es así tendría que volver inmediatamente a mi país.

GREGORIO

No puedo quejarme. Después de un tormentoso matrimonio y y de aun un más tormentoso divorcio ha llegado un tiempo de calma. Me alegro de no tener hijos que serían ahora un problema. Me encuentro estupendamente. No me puedo quejar de mi trabajo. Poco a poco he ido ganando en confianza y ahora mismo estoy en un momento dulce. He creado mi pequeña empresa, no me faltan los trabajos temporales y por si vienen mal dadas me he pillado unos cuantos curros fijos. Precisamente en estos últimos tiempos me estoy ocupando del mantenimiento del Auditorio de la ciudad. Ahora mismo estoy acondicionando una de las salas de ensayo.

Estoy pintando una pequeña sala mientras se escuchan cercanas las rápidas notas de un piano. Parece que hay un concurso. Digo que parece porque estas cosas nunca me han interesado especialmente. Debe de ser duro para estos artistas dedicar tantas horas al día repitiendo y repitiendo lo mismo. A veces intento poner atención y me doy cuenta de que un mismo fragmento se repite insistentemente decenas de veces. Debe de ser que son partes difíciles que hay que asegurar a base de repeticiones.

De vez en cuando, apremiado por mis necesidades, tengo que dejar la brocha o la paleta y salir a los servicios. Los camerinos importantes tienen baño propio, pero la mayoría tienen que usar los servicios comunes. Hoy ha dado la casualidad de que me he encontrado con la pianista que ensaya para el concurso. -Hola-, -hola-, nos hemos dicho. 

Sí que es una joven linda, de rasgos delicados, buen tipo. Pero la veo como algo que merece contemplarse con admiración. Nada más. Aún falta para que vuelva a tener ganas de liarme con amores. Pero lo que es verdad es verdad y es verdad que esta chica es un bombón.

Dicen que ya se ha celebrado la primera eliminatoria y la joven bonita ha pasado el corte. Sigue en su silla atada al piano insistentemente durante horas. No da signos de cansancio. De vez en cuando va a darse un pequeño paseo por los pasillos y nos hemos ido encontrando ya más a menudo. Nos hemos parado a hablar. Bueno, a hablar sería mucho decir porque es rusa y está aprendiendo español. Pero vaya tía lista! Cuatro días lleva aquí  y casi se puede tener una conversación con ella.

IRINA

No me ha costado mucho pasar la primera ronda del concurso. He trabajado duro todos estos años la música de Bach, Beethoven o Chopin. Son los autores obligados en la primera fase de casi todos los concursos. He presentado un preludio y fuga de Bach, de El Clave Bien Temperado. Una de las pocas fugas a cinco voces y de las más difíciles. Tenía ligeros temores pero sabía que saldría a la perfección. Así ha sido. Ya se sabe que en esta primera fase eliminatoria no te puedes permitir ni un solo fallo. Un descuido, tocas dos teclas en falso y te vas a casa.

A mis anhelos de ganar el concurso se ha unido una ocasión que veo lejana pero posible. He conocido en mis encierros dentro del Auditorio a un trabajador de mantenimiento con el que tengo alguna que otra conversación para distraerme en tantas horas de estudio. No es una persona refinada pero parece honrado y podría valer perfectamente para mis ocultos propósitos. 

Tengo que explorar este filón que ofrece buenas posibilidades. 

Puedo concentrarme en el estudio detallado del programa que tengo que interpretar para el corte siguiente pero esto no impide hacerme ilusiones y preparar una estrategia vencedora, no ya del concurso de piano sino del futuro de mi vida. He de conseguir olvidarme de Moscú.

GREGORIO

No puedo quitarme a esta chica de mi cabeza. Hemos alcanzado cierto grado de confianza y le adivino un grado de dulzura y cariño que desconozco en mi vida anterior. La verdad es que van pasando los días y, cada vez más, fuerzo la ocasión de hacerme el encontradizo para charlar un rato. Me cuenta Irina, así se llama la chica, cómo funcionan los concursos de piano. Hay varias eliminatorias. Primero se presentan obras clásicas, no tan difíciles por su exigencia técnica sino por su hondura interpretativa. Me dice que Mozart, técnicamente, lo puede tocar un estudiante de últimos cursos. Pero tocar un Mozart como Brendel o María Joao Pires es un privilegio sólo reservado a los grandes. 

Me estoy enterando de nombres de grandes pianistas. Quien me lo iba a decir hace unos meses. Los clásicos, Rubinstein, Horovich, Kemff. Los maduros, Pires, Baremboim, Argerich. Los jóvenes, Mehldau, Lang Lang, Pogorelich. Muchos nombres que me bailan en la cabeza pero poco a poco, con la repetición, se van asentando y los voy recordando.

Bueno, bueno. Es que me estoy enamorando. Y no lo puedo evitar. Mira que la cabeza me dice “Gregorio, que no es aún el momento”. Pero está claro que los sentimientos van por un lado y la cabeza por otro.

IRINA

Por fin llegó el gran momento. Quedé seleccionada en el trío finalista. Se puede decir que toqué con verdadero entusiasmo y emoción. Estaba sintiendo que me llegaba una nueva vida. Tenía futuro. Es posible que me tenga que conformar al principio viviendo en esta pequeña ciudad pero mi aspiración va mucho más lejos. Tenía que triunfar en las grandes sedes del piano. Berlín, Viena, Nueva York. A Gregorio lo tengo en el bolsillo y puedo sacar un buen provecho.

Y llegó la gran final. Compuse un programa muy calculado que comenzaba con piezas clásicas, Beethoven, Brahms y terminaba con obras de alto nivel virtuosístico, Scriabin, Debussy. Y empujada por la ilusión de mi futuro pude salir airosa sin ningún fallo. Y gané el concurso. Ahora sólo me queda el concierto con orquesta ya para todo el público en el que interpretaré el concierto número 2 de mi amado Sergei Rachmaninov. Después podré abandonar un tiempo el piano y dedicarme a planificar mi vida con Gregorio.

GREGORIO

Quien me iba a decir que me encontraría aquí en el patio de butacas del Auditorio escuchando un concierto de música clásica, vestido de etiqueta con el traje y la corbata de mi boda, rodeado de esta gente exquisita abonada a los conciertos semanales. Desde nuestras primeras conversaciones con Irina he ido comprando CDs de música clásica, especialmente de piano que he ido escuchando pacientemente desde entonces. Al principio me aburría como una ostra porque no entendía nada, pero poco a poco se  me van pegando las melodías que se van entretejiendo y voy descubriendo el saborcillo clásico.

Ahora estoy en el Auditorio esperando  el concierto que he escuchado cien veces desde que Irina me dijo que lo había elegido para la noche de gala. Reconozco todos los temas. El brillante comienzo con las melodías rusas a flor de piel y los increíbles pasajes rápidos y brillantes como fuegos artificiales a lo largo de todo el teclado. Pero luego viene lo mejor, cierro los ojos en el comienzo del tiempo lento. Qué melodía interminablemente deliciosa, romántica, contenida. Y cómo se va desarrollando el dialogo entre el piano y la orquesta. Cómo he podido vivir hasta ahora sin música.

También me llena de placer pensar en que toda esta gente que me rodea, que admira a la intérprete, no sabe que yo, un mindundi, soy la persona elegida para pasar el resto de mi vida junto a ella. 

Aunque Irina dedicaba muchas horas del día al estudio hemos podido robar muchos minutos para hablar del futuro, de nuestro futuro. Una noche vino a mi apartamento, la había invitado a cenar. Compré comida en un buen restaurante, saqué vinos exquisitos de mi bodega. Y tras la deliciosa y romántica velada hicimos por primera vez el amor. Todo iba un poco deprisa pero no hay que dejar escapar las buenas ocasiones.

Vamos trazando planes que habrá que ir perfilando. Irina piensa que sería una buena idea crear una escuela de alto nivel para pianistas en la ciudad y no importa que sea irrelevante en el panorama musical del país porque su prestigio atraerá a intérpretes de todos los rincones de Europa. Me cuenta que María Joao Pires ha creado una escuela en la frontera de Portugal y España para intérpretes de alto nivel. Podría ser un ejemplo, aunque también me dice que Pires es una mujer muy austera, que no tiene su escuela como negocio para enriquecerse, que parece que se alimenta sólo de música. Me da que no es éste el sueño de Irina.

IRINA

Ya ha pasado un año desde que vine a España al concurso de piano. Y ha cambiado mucho mi vida. He tenido una hija, María, hablo con bastante competencia el español, sigo con mi marido en buena armonía, mejor está cautivado en mi compañía. Gregorio ha construido en unos locales que ha comprado en el centro de la ciudad unas coquetas aulas destinadas a la próxima escuela de piano “Irina Novikova”. No me puedo quejar de alumnos porque tengo más de los que podría atender. Es cierto que me gustaría más nivel, pero se ve que de ciudades de provincias no se puede esperar demasiado. Si alguno destaca se va a Madrid o Barcelona.

Pero estoy contenta. Van saliendo conciertos, el negocio sigue un buen rumbo y hasta estoy pensando en ampliar horizontes. La escuela superior de piano podría ser también una escuela superior de violín. En Moscú he conocido a grandes pianistas en el Conservatorio, de una galaxia lejana compara con lo que hay aquí. Y ocurre lo mismo con los violinistas. La cuerda,  en provincias,  vive felizmente  en niveles lamentables. Hace poco toqué un concierto acompañando a un violonchelista terrible. Más que un arco parecía utilizar un serrucho.

Podríamos ampliar el cuadro de profesores de mi escuela que por supuesto seguiría llamándose “Irina Novikova, Escuela Superior de Música”. Estoy pensando en un compañero de Conservatorio de Moscú. Gran pianista. Sin mucho nombre por su humildad y porque su afición al vodka le mantenía con frecuencia aparcado en paraísos etílicos. Es el profesor perfecto porque nunca me va a hacer sombra.  Para la cuerda estoy pensando en un violinista armenio, casado y con hijos también músicos. Esta circunstancia familiar lo retendría fácilmente en la escuela sin ganas de volar por su cuenta. Además, no le importará salir de su tierra.  Igual que mi compañero pianista, no tiene un nombre de prestigio internacional aunque sea un violinista de n ivel desconocido por estas latitudes.

Tengo que madurar el plan. Ya se lo he comentado a Gregorio. Gregorio acepta todos mis planes sin poner objeción ninguna.

DIMITRI

Me estuvo tentando la idea. Una antigua conocida de Moscú me ofrecía un plan de trabajo muy atractivo. Enseñar violín en una escuela del sur de España. Realmente España es un país del que sólo conozco su fama como destino turístico, con playas paradisiacas, de costumbres salvajes con toros y poco más. Desde luego no he oído nunca hablar de su interés por la música aunque he escuchado obras de algún compositor nacido allí de gran valía, como Falla o Albéniz.

Me dijo que podría trabajar de profesor en una escuela superior de violín. Parece que tendré muchos alumnos y el nivel de vida de un profe de música en España es muy superior ya no al de Ereván, mi ciudad, sino al de Moscú.

Y al final me ha convencido su oferta. Mis hijos están terminando sus estudios de música en Alemania y para visitarlos o que nos visiten mejor será Madrid que Ereván o Moscú. Toda una vida en Ereván, como profesor del conservatorio de la ciudad, mi esposa especialista en pedagogía musical para niños, más tarde primer violín de la Orquesta Sinfónica. VA a ser muy duro dejar toda una vida. Pero la música ha sido siempre bandera de presentación del pueblo armenio. Aún no lo he podido experimentar pero me dicen que en cualquier mediana ciudad del mundo siempre encontraré una familia de armenios que me darán alojamiento y comida hasta que pueda establecerme de forma independiente.

Resolvimos mi esposa y yo vender todo cuanto poseemos y desplazarnos a Moscú a la espera de la pronta llamada de Irina. No es mucho lo que teníamos aunque era de un enorme valor sentimental. Sobre todo el piano de cola que nos proporcionó la Unión Soviética para que mi esposa pudiera trabajar en su especialidad.  Y aunque no mucho, nos va a permitir estas pequeñas vacaciones de nuestra espera en Moscú. Yo he estado allí varias veces con la Orquesta  Armenia pero mi esposa nunca ha visitado esa gran ciudad.

Y aquí, en Moscú, nos encontramos ahora, pasando nuestros días en un modesto hotel esperando que lleguen en cualquier momento los billetes de avión y sobre todo los documentos que nos permitirán instalarnos en España como inmigrantes con un contrato de trabajo. Estamos ilusionados. Ayer mismo hablamos por teléfono con los hijos, inquietos hasta que todo llegue a su final feliz.

IRINA

Finalmente me he decidido por traer a España a Dimitri y a Sergei, los nuevos profesores de violín y piano. Pero tengo que ir con pies de plomo para que todo salga tal y como lo he planeado. Mi mente es una fría calculadora que tiene previsto cualquier pequeño detalle.

El plan es dejar a Dimitri y a Sergei en Moscú el tiempo necesario hasta que se agoten sus recursos económicos y su fortaleza mental. Deben llegar a España necesitados de todo. De dinero, de afecto, de seguridad. Y esa seguridad sólo se la podré dar yo. Sólo tienen que depender de mí.  Por eso estoy dejando que pase el tiempo, incomunicados.

Y ya ha llegado el momento. En realidad tenía los documentos hacía ya varias semanas pero los retenía para asegurar el plan. Creo que mis próximos trabajadores están ya al borde de la desesperación y voy a recibirlos en los próximos días. 

DIMITRI

Pensábamos que sólo iban a ser un par de semanas pero todo se ha alargado mucho. Ya contábamos los últimos rublos en nuestros bolsillos preocupados por el inmediato futuro que no sabíamos  cómo afrontar si la espera se demoraba más tiempo.

Pero, por fin, nos han llegado por correo los pasajes y los documentos de trabajo. Hemos respirado con la tranquilidad que da el saber que se terminan nuestras inquietudes y apreturas económicas y el incierto futuro.

Después del viaje a lo desconocido llegamos finalmente a la ciudad. El tiempo es estupendo, con un sol luminoso que no habíamos visto en Moscú y una temperatura deliciosa. Nos esperaba Irina en la Estación de autobuses de la ciudad. La verdad es que esperábamos un recibimiento más afectuoso pero quizás sea una impresión debida a nuestro cansancio. Esperamos con ilusión los próximos días.

ANTONIO

Soy Antonio, padre de una niña adolescente, Sofía. Sofía es una chica alegre, abierta, amiga de muchas amigas, buena estudiante en el Instituto. Pero destaca su apasionada afición a la música. Desde muy pequeña ella misma decidió dedicar parte de su tiempo a la música y eligió un instrumento especialmente difícil, creo yo, el violín. Por si fuera poco tendría que estudiarlo en el páramo violinístico que es nuestra ciudad. Pero ya encontraremos soluciones, pensé, en el caso de que siga adelante con esta afición. De momento  va pasando en su escuela de música los cursos aunque se haya encontrado al principio con algún nefasto profesor al que nunca vió tocar el instrumento. 

En este momento de la narración Sofía ya está en el grado medio.

Las últimas noticias nos abren una puerta al optimismo. Dicen que ha venido un profesor ruso de violín que ha sido concertino de la Orquesta Nacional de Armenia. Ha llegado junto a otro pianista de nivel superior y ambos trabajarán en la Escuela de música de Irina Novikova, en el centro de la ciudad.

Allí nos hemos dirigido e inmediatamente hemos matriculado a Sofía. Recibe las primeras clases y vuelve a casa emocionada. Yo mismo me entrevisto con Dimitri, es el nombre del profesor, que alaba las cualidades de Sofía y nos da confianza. “-los armenios y los judíos conocemos los secretos del violín- me dice.  – Si estudia conmigo yo se los voy a transmitir-

Y así de felices transcurren estos primeros días, estas primeras semanas. Hasta que ciertos nubarrones comienzan a aparecer por el horizonte. El nuevo profe de piano toca estupendamente pero le gusta demasiado el whisky y se encuentra casi todo el tiempo sobrepasado de alcohol. No sale de la Escuela y duerme malamente en alguna pensión barata. No sabría decir si el alcohol es consecuencia de su situación o al revés, su situación es consecuencia del alcohol. Seguramente vino aficionado al vodka y aquí se ha pasado al whisky. Pronto no sabremos nada de su situación.

No es el caso de Dimitri que vive con su esposa en un modestísimo piso que alquiló Irina. La esposa prácticamente no sale e casa. Desconoce el idioma y su marido casi no está con ella durante el día. Dimitri trabaja todo el día en el escuela y no se le permite ni enseñar ni tocar fuera de ella. Cuando no tiene clase debe permanecer dentro del edificio. Irina lo retiene en un régimen  de semiesclavitud. No puede hacer nada sin su supervisión y aprobación. El sueldo es modestísimo y de él tiene que deducir cada mes todos los gastos que ha ocasionado. Billetes de avión, documentos, el valor de los esfuerzos de la contratadora, etc. Dimitri tiene que subsistir con un sueldo de miseria.

Pero en un momento de descuido, Dimitri puede contarme la historia de los últimos tiempos. Además de Sofía es profesor de otra alumna, Ariadna, cuyo padre es abogado y conoce los recovecos de la inmigración. Ambos nos ponemos manos a la obra para mejorar en lo posible las condiciones laborales de Dimitri.

DIMITRI

Ahora sé porqué mi larga permanencia en Moscú hasta agotar todos mis ahorros. Irina quería dejarnos a merced de su voluntad. Lo mismo ha ocurrido con el profesor de piano que viajaba con nosotros. Pero hemos sufrido en nuestra vida muchos momentos amargos de los que hemos salido adelante con nuestro esfuerzo. Hay que sobreponerse a momento para no quedar hundidos en una profunda depresión.

Y así es. Parece que va a mejorar nuestra suerte. He podido hablar de mi situación a dos padres de alumnas conmovidos por nuestra historia y nos ofrecen ayuda. Ya llegan los primeros resultados  y de momento tengo libertad para hacer las clases de violín en casa y cobrarlas directamente sin pasar por la escuela. Mi objetivo es liberarme por completo de Irina y recordarla como un mal sueño.

Poco a poco voy haciéndome con un buen alumnado que me da cierta independencia económica. Me respetan y los alumnos me quieren. Sinceramente, esos buenos afectos de padres y alumnos me interesan en la medida que me permitan llegar más lejos. Ahora ya sueño con ir a Madrid y establecerme allí por algún tiempo. No hay raíces que me aten a esta pequeña ciudad que aunque me haya proporcionado el trampolín para estar en Europa tampoco la querría recordar especialmente.

Ayer pedí a un padre el favor de que me acercase al aeropuerto a recoger a mi hija que llegaba de Alemania. He creído notar en él algo de confusión porque primero me dijo que si y luego me pareció adivinar en la expresión de su rostro algo de duda y sorpresa. Claro que yo no le dije que nuestro destino era Madrid, a 450 Km. de distancia. Seguramente pensó que el aeropuerto al que queríamos ir era el de Sevilla, mucho más cercano. Finalmente me ha llevado. Hemos encontrado a la hija a la que no veía desde hacía mucho tiempo. Nos hemos aposentado en los asientos traseros del coche y hemos disfrutado de un viaje de vuelta encantados absortos en nuestras cosas familiares. Luego he pensado si no había sido algo grosero al no dirigirme ni una sola vez al conductor. La verdad es que ni siquiera le presenté a mi hija. 

ANTONIO

Definitivamente Sofía, Ariadna y todo ese grupo de alumnos de la primera generación le importa un pito a Dimitri. Sus clases son rutinarias, no se esfuerza en absoluto y solo piensa en cobrar al final. Mucho más interés tiene en unos cuantos elegidos, de cursos superiores con los que ha formado un grupito de cámara y ya tiene sus primeros contratos del auditorio. Empieza a darse a conocer en el mundillo de la música, o mejor, en el de los despachos que contratan músicos.

En esta línea ha continuado Dimitri los meses siguientes a su “liberación”. No ha perdido ni un minuto de tiempo en su carrera ascendente. Ahora mismo está pendiente de unas clases en Madrid y cualquier día abandonará definitivamente nuestra ciudad.

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Hace ya tiempo que Dimitri se fue, no sabemos a dónde. Sospechamos que a Madrid. Recuerdo cuando llegó. No fue un buen encuentro, pienso ahora. Bueno, ha sido un decepcionante encuentro. Claramente se ha valido de nosotros para sus fines olvidándose de que una vez fuimos nosotros los que nos compadecimos del deshumanizado trato que recibió a su llegada a España.

Irina sigue en su escuela. Los sueños de antaño se han ido domesticando. De vez en cuando ofrece algún concierto en salas ya de categoría menor. Se ha acostumbrado al lujo, al pequeño lujo que se puede permitir y vive volcada en su hija, ahora ya adolescente. Seguramente no querrá que su historia se repita. Sus sentimientos hacia alguien diferente de su hija tampoco han debido mejorar. Unos meses atrás se enteró de que su hermana ginecóloga había emigrado a España. Se encontraba en situación irregular y estaba necesitada de todo. Irina comentó, que su hermana era una persona lejana  de la que no tenía ninguna obligación de compadecerse y mucho menos de ayudarla.

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En el Auditorio de nuestra ciudad se ha celebrado un concierto de piano interpretado por la hija de Dimitri. Seguramente el padre, su agenda retenía todo contacto interesante, se puso en contacto con el alcalde para reservar este concierto ya bien pagado en el ciclo de conciertos programado para esa temporada.

Por curiosidad asistí al concierto. Pude cruzarme tanto a la entrada como a la salida con Dimitri. En ningún momento dio muestras de conocerme.

UNA VIDA TRANQUILA

(Ensayo para un relato)

Mi carácter introvertido unido a la poca afición a multiplicar amigos me había dejado en la gran ciudad como un náufrago en la isla solitaria, o como pasajero novato en el vestíbulo abarrotado de un aeropuerto. Desorientado. Venía de un mundo fácil, de internados y residencias en los que había tenido que arreglármelas sólo aunque sin haber encontrado complicados problemas que solucionar en el día a día. Por eso, aunque la situación actual era completamente nueva no presentía en el horizonte miedos desconocidos a los que enfrentarme. Gozaba de una ventaja que valoraba extraordinariamente. Tenía un buen amigo. Uno de esos amigos, como solía decir años más tarde, que sólo se pueden encontrar en una o dos ocasiones en la vida. Y esta circunstancia me permitía ver el futuro con más seguridad.

Mis padres, también desorientados al principio pero con arrestos para buscar la mejor solución a la decisión de su hijo de estudiar su carrera en Madrid porque la Universidad provinciana más cercana a su casa familiar no ofrecía los estudios elegidos, habían recurrido a un conocido que tenía buenas relaciones en la ciudad y les había proporcionado una dirección a la que recurrir para encontrar un alojamiento, aunque solo fuera para el primer año. Y dio resultado. Las dos señoras que habitaban el inmenso apartamento del barrio de Salamanca a las que acudí aceptaron la propuesta de alquilarme una habitación con derecho a una frugal cena cada noche.

A esa dirección me dirigí al comienzo del conflictivo curso del año 1969. Estaban llegando a Madrid con fuerza las noticias de los acontecimientos que habían comenzado en el mes de mayo  del año anterior en París. Y la Universidad Central de Madrid comenzaba a inflamarse  de acción política. Se juntaban el final agónico de la dictadura, con el General que no acababa de morir, y los movimientos revolucionarios de obreros y estudiantes. Los sindicatos clandestinos y las organizaciones estudiantiles apuraban las acciones convencidos de que por fin había llegado la transformación política a España.

El apartamento en el que viví mi primer año se encontraba en el barrio de Salamanca, el barrio de la burguesía madrileña. Era muy espacioso, con dormitorios de techos altos adornados con grecas de yeso y escayola, dos grandes salones y una cocina amplia. Como en las antiguas casas de ricos disponía de un pequeño alojamiento, al lado de la cocina,  con una pequeña habitación y baño para el servicio. A este espacio se accedía desde un montacargas que utilizaban los mozos del mercado, los empleados de la finca y el servicio doméstico. Los señores de la casa accedían a sus pisos desde un vetusto ascensor barrocamente adornado.

La decoración del apartamento había conocido tiempos mejores. En el tiempo de mi estancia sólo quedaban viejos sofás, sólidas mesas con las sillas a juego pero muy pasadas de moda y armarios de robustas maderas en las habitaciones. Destacaba en lugar preferente en el salón un  piano viejo aunque bien afinado que va a tener su protagonismo en esta historia. Las dos señoras de la casa también habían gozado de mejores días. Ahora eran viejas, realmente, y más desde la perspectiva de un joven de 18 años. No habían trabajado nunca porque las gentes de su clase, si son mujeres, no debían trabajar lo que les obligaba a ajustar sus modestas necesidades a una pequeña renta, algo así como una pensión de orfandad, que les permitía salir adelante aunque con pocas alegrías. Su padre había sido un importante arquitecto madrileño de su tiempo que había casado con una señora inglesa, también de clase.

El apartamento se encontraba en una de las plantas bajas del edificio como correspondía a los ricos propietarios que lo adquirieron en tiempos en los que no se había inventado aún el ascensor. Los últimos pisos a los que había que acceder penosamente por las escaleras se reservaban para familias más modestas económicamente y para el portero-conserje de la finca.  La vivienda que iba a disfrutar durante este primer curso  estaba en la segunda planta. En el piso de abajo vivía una familia de aristócratas en el que al lujo de la decoración de la vivienda se añadía un esmerado servicio, siempre uniformado, parte del cual residía en el mismo apartamento en las habitaciones de la servidumbre. Entre los empleados se encontraba un adolescente extremeño que habían acogido para que limpiara la plata y otras actividades por el estilo. A este chico, tremendamente ignorante porque nadie había tenido a bien llevarle a la escuela, le di clases durante un año que sirvieron para que el muchacho adquiriera algún conocimiento que le guiase por su vida y a mí para recaudar un dinerillo que me ayudaba a ir trampeando peor que mejor el día a día.

-A ver, Arcadio- que así se llamaba. -¿Tu sabes cuando se descubrió América? Y quién la descubrió?

– Pues no, Manuel- es mi nombre-. No sé quien fue pero seguro que fue hace mucho tiempo. Igual, antes de la guerra.

Antes de la guerra era la expresión que utilizaba para decir de algo que había ocurrido hacía muchísimo tiempo. Muchísimo tiempo. 

Las señoritas, así se presentaban ellas mismas por ser solteras, aun siendo casi de la misma edad eran muy diferentes. Se respetaban, se ayudaban en lo esencial pero no se querían más allá de lo que obliga la sangre común. La más joven, Cecilia Rodriguez Strong, dos años menos que su hermana Margarita, había recibido una esmerada educación inglesa que consistía en buenos modales, hablar inglés, vestir elegantemente, saber atender una reunión social con desenvoltura. Pero destacaba un regalo que le había dado la naturaleza más que su familia que era una profunda afición a la música unida a un indudable talento musical. Esta circunstancia le había proporcionado ocasión de conocer a grandes músicos con los que mantenía cierta amistad. Es más, en su juventud mantuvo relaciones con un joven guitarrista que prometía mucho y que con el tiempo se reveló como uno de los más grandes intérpretes de los tiempos modernos. El noviazgo se frustró cuando sus padres se enteraron de la relación y no permitieron que su hija, de muchos posibles, pensaban, se uniera familiarmente a un vulgar intérprete de guitarra. Tenía buena voz que había educado en su juventud y podía presumir de un amplio repertorio de canto que iba desde el lieder romántico hasta canción moderna. Además destacaba un buen repertorio de música poco conocida como ciertas arias de ópera de Rousseau o de Leonardo D’aVinci.

Margarita, por el contrario no había tenido la suerte de la esmerada educación de Cecilia. Probablemente no tenía las condiciones intelectuales, ni las inquietudes de la hermana. Su vida casi se limitaba a los pequeños cuidados de la casa, las escasas compras que se permitían y mucha dedicación a los asuntos parroquiales en cuyos locales pasaba gran parte de su tiempo. Hablaban poco entre ellas y en alguna ocasión discutían sin que llegara la sangre al río.

Yo era aficionado a la música, pianista, y guitarrista modesto, y me encontré sin buscarla con la mejor ocasión de practicar piano que había tenido nunca. En los centros en los que había vivido hasta ahora había pianos pero todos en estado lamentable, con teclas que no funcionaban o muy desafinados. Dejad un piano en un internado de pequeñas bestias y veréis cómo avanza su proceso de destrucción!

Años más tarde, cuando ya era profesor en un instituto, pude comprobar el grado de gamberrismo e incultura de la mayoría de jóvenes en ese tiempo. Alguien donó al centro un piano histórico en mal estado.  El instituto lo mandó restaurar y lo puso en el Salón de Actos para posibles conciertos. Fueron a enseñárselo a un pianista a los pocos días de instalarlo y encontraron el piano con todos los macillos, sin excepción, tronzados. Algún energúmeno se había colado en la sala y disfrutó a fondo.

Volvamos a nuestra historia. Metido en el curso, desarrollé una rutina que me ocupaba la mañana y media tarde en la Universidad. Las clases, el comedor universitario, alguna película en algún colegio mayor, algún concierto de jazz en el San Juan Evangelista. El ambiente, en general, poco apacible. Abundaban las huelgas de estudiantes y las manifestaciones en tiempos en los que todo este tipo de actos estaban fuertemente reprimidos. A los primeros escarceos de estudiantes acudían veloces los grises, la policía de ese tiempo, y comenzaban las carreras y el follón. Al final, la Ciudad Universitaria era un enorme cuartel en el que permanecían formados, a pie o a caballo, centenares de policías. El enfrentamiento llegó hasta el punto de que la policía entraba en las facultades y patrullaba en los pasillos.

A pesar de la represión o a causa de ella, no faltaban las asambleas en las que se tomaban decisiones de ejecución casi inmediata. Las asambleas eran dirigidas por lideres estudiantiles que con el tiempo fueron líderes políticos o sindicales, y en algunos casos, influyentes profesionales bastante alejados del mensaje redentor juvenil. En las asambleas se votaba a mano alzada. Las decisiones generalmente se ganaban por abrumadoras mayorías si no por unanimidad. Ante una propuesta no se actuaba diciendo:

– Quienes están a favor? -se cuentan las manos alzadas, -y Quienes están en contra?- 

No. Normalmente se decía:

– Alguien está en contra de la propuesta? –

Y la mirada del dirigente recorría la asamblea convencido de que nadie osaría levantar la mano.

– Entonces queda aprobada la propuesta por unanimidad.

En ese tiempo empezaban a acudir a las facultades monjitas en busca de la titulación que les permitiera trabajar de profesoras en sus colegios y aun no había llegado la moda de quitarse los hábitos cuando estaban fuera de los conventos. Era muy frecuente encontrar monjitas en las aulas, sobre todo, en las aulas de letras. Algunas acudían a las asambleas y, aunque raramente, también opinaban. Y mostraban reparos a las decisiones que se pretendían tomar cuando se trataba de huelgas o acciones de este tipo. Probablemente sea un chiste pero se contaba que en una de esas asambleas y tras la dudas y recelos que una monjita exponía ante una propuesta, el líder, un poco fuera de sus casillas y algo grosero comentaba:

– Bueno hermana, seguramente habrá hecho votos de castidad, verdad? Pues siéntese y no joda más.

Todos esos movimientos fueron importantes y aceleraron los cambios hacia la transición política tras la muerte del dictador. Pero la verdad es que, aunque se diga lo contrario, la participación activa en toda esta movida no eran mayoritaria. Por lo menos no tan mayoritaria como se presentaba ante la opinión pública. Pero paralizó la actividad académica durante todo el curso en   la Universidad de Madrid y consiguió adeptos entre profesores prestigiosos y valientes como Tierno Galván, futuro alcalde de Madrid o López Aranguren, sabio catedrático de ética. La movida política aún duró unos años pero se fue desinflando poco a poco para transformarse en otra movida más lúdica conocida como la movida madrileña.

Dar clase era casi misión imposible. Se convocaban huelgas indefinidas que eran seguidas por la inmensa mayoría de estudiantes, unos por convencimiento de la oportunidad política, otros por comodidad y el resto por miedo a los piquetes. Sin embargo, se pudieron hacer exámenes, algunos en penosas condiciones y el curso pudo salvarse a medias.

La Universidad Central se nutría de estudiantes de la ciudad, y  más que ninguna otra del país acogía a miles de estudiantes de provincias y a extranjeros. Unos residían en colegios mayores, pero un buen número de estudiantes cuyas familias no se podían permitir pagar los precios de esas residencias vivían en pisos de alquiler. En el centro de la Ciudad Universitaria se habían construido unos grandes pabellones-comedor por los que pasaban cientos de estudiantes  cada día. Se conocían como comedores del SEU, el Sindicato de Estudiantes Universitarios del franquismo.

La comida en los comedores del SEU era baratísima y de mala calidad, aunque mi amigo y yo, expertos en comedores de internado, no teníamos conciencia de comer mal o pasar hambre, a pesar de que los filetes de carne eran duros como suelas. De vez en cuando nos regalábamos una comida en algún restaurante del barrio, como Casa Eladio, en el que por poco más que en el SEU se podían degustar una judías con chorizo y unos huevos fritos con patatas. Todo un festín.

Construidos los comedores de ladrillo con una de las paredes de cristal eran vigilados constantemente por la policía y aunque normalmente había tranquilidad con mucho ruido, eso sí, fácilmente se podía montar una gresca ante las provocaciones de los estudiantes que podía desencadenar una carga peligrosa porque entrando la policía por las puertas dejaban a todo el mundo encerrado como en una ratonera y podían actuar con violencia sin impedimentos.

Este era mi ambiente desde la mañana a media tarde. En él me encontraba a gusto, en las pocas clases que se podían dar, en tertulias con compañeros, soñando proyectos y futuros. Desde luego, no invitaban al trabajo las huelgas indefinidas, ni el triste panorama político en el que nos encontrábamos. 

Visto todo esto desde mi actual perspectiva me parece que todo aquello fue necesario para superar el irrespirable ambiente político de final de un periodo al que se deseaba poner fin aun cuando éste no se viera muy cercano en el horizonte de aquel tiempo. El general no acababa de morir. En cierto sentido asistimos ahora a la decepción de observar cómo las convicciones de aquellos líderes revolucionarios, por lo menos las de muchos de ellos, duraron muy poco, hasta que encontraron la posibilidad de convertirse en acomodados burócratas o funcionarios.  Pero sin duda, aceleraron el proceso histórico de la transición y la llegada de las libertades. Da la impresión, aunque suene un poco hegeliano, de que hay algo por encima de las personas, una especie de conductor de la historia, que mueve los hilos para la transformación del tiempo y utiliza  a personas como peones para conseguir sus propósitos y los abandona más tarde. O mejor, ellos abandonan el proceso ya en marcha e imparable.

Regresemos de nuevo a aquel Madrid. A media tarde me retiraba a mi casa de la calle General Oráa, donde Cecilia me esperaba con el te de las cinco y unas galletas baratas porque su desnutrido bolsillo no les daba para pastas más elegantes. La frugal merienda de cada día enlazaba con la tertulia musical. Ya hemos comentado que Cecilia era, o mejor, había sido, buena cantante. Ahora, camino de los ochenta años su voz había perdido como es natural muchas de sus cualidades juveniles. A pesar de las deficiencias, tanto de ella como de las mías, habíamos encontrado la solución perfecta para disfrutar de buenos ratos en las tardes. Las veladas se dedicaban íntegramente a la música. Cecilia cantaba y yo le acompañaba al piano.

Así, conocí al gran Schubert en esas sesiones. De los maravillosos ciclos de El viaje de Invierno y la Bella Molinera seleccionábamos las piezas más asequibles para el piano y la voz ya que Schubert no es un compositor fácil para un pianista bisoño y una cantante en decadencia. Iba descubriendo poco a poco un maravilloso mundo desconocido entonces para mi. Tardé mucho tiempo en escuchar estos ciclos de lieders a grandes intérpretes porque me quedaba el recuerdo de aquel primer encuentro,  que sin duda  no era perfecto pero fue el mejor. Aun conservo la vieja edición que Cecilia me dedicó con su hermosa caligrafía de La Bella Molinera. Y descubrí la desconocida música de Rousseau. Y la aún más desconocida música de Leonardo da Vinci. Y de muchos más.

La cena era exigua, mínima. Si se analiza fríamente se podría decir que me acostaba con el estómago semivacio, pero aunque no habría despreciado una buena cena nunca me quejé de hambre. Eran los tiempos. 

Mientras escribo estas lineas, reflexiono sobre la comida, el hambre, la sobrealimentación, comparando el presente con aquel pasado. La necesidad de alimentos de calidad solamente existe cuando hay elementos de comparación al los que se quiera aspirar. Sin ese elemento no hay deseo ni necesidad. Nos conformamos con lo que tenemos y aspiramos con esa parquedad a ser felices. Como cuando vemos en los reportajes de África a felices grupos de niños jugando al futbol con un balón de goma en un barrizal. 

Y no es que no hubiera con quién contraponer nuestra necesidad a su abundancia. Más tarde descubrí a muchos estudiantes contemporáneos que gozaban de la abundancia. Y no había comparación posible simplemente porque vivían en mundos distintos. Estudiantes de ingeniería, de montes o de minas que pertenecían a clases muy diferentes a la nuestra. Organizaban y participaban en fiestas que nosotros no podíamos ni soñar.

Madrid fue un gran descubrimiento. La actividad musical que ofrecía no tenía punto de comparación con ciudades de provincias. El Teatro Real, que aun no se había reconvertido en el teatro de Opera que fue en sus orígenes, ofrecía ciclos de conciertos maravillosos. Los sábados por la tarde, la Orquesta Nacional o las Orquestas invitadas en los diferentes ciclos, los domingos por la mañana la Orquesta de Radio Televisión, los miércoles la música de cámara. En los ciclos de cámara participaban grandes intérpretes. Allí pude escuchar a Rubinstein, a Andrés Segovia,  los dos ya muy mayores. Los jueves, el Colegio Alemán ofrecía música de vanguardia: Rojo, de Pablo, Halffter, Marco y los extranjeros, Cage, Stokhausen, Ligeti, Varesse… Asistí a casi todos, y en caso de la Orquesta Nacional, a todos. Había que hacer grandes sacrificios para conseguir entradas  de 15 pesetas pero ese año se programó por primera vez en España toda la obra de G. Mahler que fue para todos la gran revelación.

Y pude asistir al leve pero imparable cambio social en la audiencia musical. Fue memorable el recital de piano del austriaco  Friedrich Gulda en el Teatro Real. En el programa, los dos volúmenes del El Clave bien temperado de Bach. Sabía de la afición del intérprete al jazz y todos esperábamos algo novedoso en su interpretación. Son los años 70, el swing casi no ha llegado a nuestros oídos. Aparece el intérprete en el escenario con un atuendo rompedor. No se disfraza con el obligatorio frac, lleva una ligera americana de pana fina. Se sienta al piano y comienza a sonar un serio y respetuoso Bach. Pero poco a poco se va animando y el intérprete impone un ligero swing a su interpretación que a medida que avanza va haciéndose más evidente. En un momento de euforia, el intérprete se quita la chaqueta y la tira al centro del escenario. Se queda en camisa. Es casi una blasfemia para gran parte de la tradicional audiencia que no le perdona y abandona ruidosamente sus asientos ausentándose de la sala. Queda el aforo reducido a una mitad que al final del recital aplaude atronadoramente al pianista.

La casa de General Oráa era una fuente de milagros. Un día, Cecilia anuncia la visita de Enrique Casals Chapí, nieto del gran compositor Ruperto Chapí. Lleva media vida fuera de España pero Cecilia es amiga de sus hermanas y también de Enrique aunque en este caso la amistad se  retrase a su juventud. Ha sido fundador y director de la Orquesta Sinfónica de República Dominicana, de la Sinfónica de Puerto Rico y ha enseñado en varios Conservatorios americanos. Su obra como compositor es amplia y ambiciosa. Pero destaca su gran modestia. Cuando llega a casa invitado por Cecilia y tras las presentaciones, queda a solas conmigo y pasamos toda la tarde hablando de música. Un pequeño aprendiz con una eminencia musical. Me enseña amontonadamente secuencias y secuencias de obras, -así progresa Stravinski armónicamente en este pasaje de La consagración de la Primavera-.  Y lo ilustra en el piano con una seguridad asombrosa. Y de Straviski pasa a Bartok y a Hindemith y a los clásicos. Su conocimiento es inabarcable. Da muestra de una memoria segura que le permite introducirse en los más pequeños secretos de las partituras con las que me ilustra y me emociona.

Aún estaba yo en edad de iniciarme en los prolegómenos de la vida y ya descubriendo que los grandes personajes son humildes, modestos. Enrique Casals Chapí no presume de su obra y llega a España en su jubilación como director no muy sobrado de ahorros. Las hermanas tampoco andan para tirar cohetes a pesar de ser todos hijos de uno de los más conocidos e influyentes periodistas de la época. Ven, las hermanas, la posibilidad de sacar algún dinerillo extra e inscriben en secreto a Enrique para una prueba de aptitud en un colegio de monjitas. Pobrecillas, quieren que  sea profesor de música en el colegio. A Enrique la idea no le gusta nada.

– Me presentaron un test para ver si tenía conocimientos elementales de música- me decía entre risas- . -Pero me aterrorizaba la idea del colegio y contesté todo mal a propósito.

Efectivamente no fue admitido porque, decían las monjitas, no tenía el nivel. Sin embargo siguió componiendo y fue profesor de músicos importantes de ese momento. Murió siete años después de su regreso. 

Otro personaje extraordinario que conocí en el entorno cultural de Cecilia fue un Capitan Nemo de la estepa madrileña. No recuerdo el nombre. Su ocupación era ingeniero de Renfe, su religión era la música y Johan Sebastian Bach el Dios supremo. Con sus conocimientos teóricos y antes de que se comercializara algo parecido había destinado la habitación más grande de su casa a la construcción de un órgano electrónico de varios teclados y pedalier completo para honrar a Bach. Es la primera vez que pude admirar el resultado de la manipulación de sonidos sintéticos que imitaban a un órgano clásico de tubos. Los registros eran unas tiras metálicas, como después se hizo en los órganos Hammond que podía añadir armónicos y enriquecer los sonidos de formas muy variadas. Podía sonar como tubos de ocho pies, de cuatro, dieciséis, etc. Las posibilidades sonoras eran casi infinitas y nuestro ingeniero, a los mandos de tan sorprendente aparato parecía el mismísimo Juan Sebastian revivido.

Cecilia y Margarita, pensaba entonces, deben de tener familia aunque nunca haya visto a nadie que viniese a  visitarlas. Claro que no estaba por las mañanas pero las mañanas no son horas de visitar a nadie. Sin embargo, en una ocasión tuve que auxiliar a Margarita que se encontraba mal paseando por la calle y la acompañé a su casa. Yo no le di ninguna importancia pero sus familiares debieron encontrar en esta acción un hecho heroico porque a consecuencia de él me invitaron a un concierto en la Catedral de Toledo con un magnífico programa, la Pasión según San Mateo, por la Orquesta Nacional. No recuerdo quién dirigía pero seguramente sería Frübek de Burgos, su director titular. Aun no había llegado a España la moda de las orquestas y directores historicistas. Fue agradable el viaje de ida y vuelta en un seiscientos, conducido por una encantadora joven que no volví a ver ya más.

Todas estas historias y otras muchas que no caben en este relato corto fueron moldeando la afición, el conocimiento y enriqueciendo mi inicial pobre formación musical. Probablemente una mejor educación musical desde la primera niñez habría inclinado mi vocación hacia la música antes que a la enseñanza. Algo mayor que yo, Jesús López Cobos, estudiante de filosofía y música, dirigía con maestría la Coral Universitaria Santo Tomás de Aquino. Recuerdo una entrevista pocos años después, cuando ya era director prestigioso de orquesta, que había tenido que enfrentarse a la dura decisión de ser músico o ser profesor. Eligió ser músico.

Todos somos producto del azar en gran medida. Las circunstancias nos van conduciendo por un sitio u otro con muy poca posibilidad de cambiar el rumbo. No hablamos ya del azar del nacimiento que puede resultar definitivo para marcar nuestro destino. Fue necesario que mi padre se enfrentara al cacique del pueblo cuando le dijo que si los jóvenes se iban a estudiar quién iba a trabajar el campo. Por supuesto a su servicio y en sus propiedades. Y ahora, cuando escribo estas líneas, muchos años después de los hechos narrados, puedo contemplar mi vida como si fuera un río, determinado por su nacimiento, que va formando cursos rápidos o tranquilos meandros según lo que va encontrando en el camino, en un discurrir demasiadas veces ajeno a su voluntad.

Quedaría muy bien si dijera que me sentí fuertemente comprometido en la lucha político-social de aquellos momentos críticos de nuestra historia. No sería cierto. Sentía la pérdida de libertad a la que el régimen franquista sometía a todo aquel que no fuera de su cuerda. Y lo pude observar mejor poco después recuperadas las libertades en la transición. Pude sentir de cerca la violencia y gratuidad en el comportamiento de la policía cuando, por ejemplo, a mi amigo Alfonso, poeta y amante de la literatura griega clásica a tiempo total, le detuvieron y le dejaron dos días a pan y agua en las dependencias de la Dirección General de Seguridad al considerarlo sospechoso por el simple hecho de llevar barba. Y esto le podía pasar a cualquiera por nimiedades que parecían delitos a las autoridades, muy nerviosas al ver que su tiempo se terminaba. He huido siempre de los grupos numerosos, de la presión de un entorno difícil de dominar y me he encontrado mejor a solas o con el puñado de verdaderos amigos que la vida me ha regalado.