UNA VIDA TRANQUILA

(Ensayo para un relato)

Mi carácter introvertido unido a la poca afición a multiplicar amigos me había dejado en la gran ciudad como un náufrago en la isla solitaria, o como pasajero novato en el vestíbulo abarrotado de un aeropuerto. Desorientado. Venía de un mundo fácil, de internados y residencias en los que había tenido que arreglármelas sólo aunque sin haber encontrado complicados problemas que solucionar en el día a día. Por eso, aunque la situación actual era completamente nueva no presentía en el horizonte miedos desconocidos a los que enfrentarme. Gozaba de una ventaja que valoraba extraordinariamente. Tenía un buen amigo. Uno de esos amigos, como solía decir años más tarde, que sólo se pueden encontrar en una o dos ocasiones en la vida. Y esta circunstancia me permitía ver el futuro con más seguridad.

Mis padres, también desorientados al principio pero con arrestos para buscar la mejor solución a la decisión de su hijo de estudiar su carrera en Madrid porque la Universidad provinciana más cercana a su casa familiar no ofrecía los estudios elegidos, habían recurrido a un conocido que tenía buenas relaciones en la ciudad y les había proporcionado una dirección a la que recurrir para encontrar un alojamiento, aunque solo fuera para el primer año. Y dio resultado. Las dos señoras que habitaban el inmenso apartamento del barrio de Salamanca a las que acudí aceptaron la propuesta de alquilarme una habitación con derecho a una frugal cena cada noche.

A esa dirección me dirigí al comienzo del conflictivo curso del año 1969. Estaban llegando a Madrid con fuerza las noticias de los acontecimientos que habían comenzado en el mes de mayo  del año anterior en París. Y la Universidad Central de Madrid comenzaba a inflamarse  de acción política. Se juntaban el final agónico de la dictadura, con el General que no acababa de morir, y los movimientos revolucionarios de obreros y estudiantes. Los sindicatos clandestinos y las organizaciones estudiantiles apuraban las acciones convencidos de que por fin había llegado la transformación política a España.

El apartamento en el que viví mi primer año se encontraba en el barrio de Salamanca, el barrio de la burguesía madrileña. Era muy espacioso, con dormitorios de techos altos adornados con grecas de yeso y escayola, dos grandes salones y una cocina amplia. Como en las antiguas casas de ricos disponía de un pequeño alojamiento, al lado de la cocina,  con una pequeña habitación y baño para el servicio. A este espacio se accedía desde un montacargas que utilizaban los mozos del mercado, los empleados de la finca y el servicio doméstico. Los señores de la casa accedían a sus pisos desde un vetusto ascensor barrocamente adornado.

La decoración del apartamento había conocido tiempos mejores. En el tiempo de mi estancia sólo quedaban viejos sofás, sólidas mesas con las sillas a juego pero muy pasadas de moda y armarios de robustas maderas en las habitaciones. Destacaba en lugar preferente en el salón un  piano viejo aunque bien afinado que va a tener su protagonismo en esta historia. Las dos señoras de la casa también habían gozado de mejores días. Ahora eran viejas, realmente, y más desde la perspectiva de un joven de 18 años. No habían trabajado nunca porque las gentes de su clase, si son mujeres, no debían trabajar lo que les obligaba a ajustar sus modestas necesidades a una pequeña renta, algo así como una pensión de orfandad, que les permitía salir adelante aunque con pocas alegrías. Su padre había sido un importante arquitecto madrileño de su tiempo que había casado con una señora inglesa, también de clase.

El apartamento se encontraba en una de las plantas bajas del edificio como correspondía a los ricos propietarios que lo adquirieron en tiempos en los que no se había inventado aún el ascensor. Los últimos pisos a los que había que acceder penosamente por las escaleras se reservaban para familias más modestas económicamente y para el portero-conserje de la finca.  La vivienda que iba a disfrutar durante este primer curso  estaba en la segunda planta. En el piso de abajo vivía una familia de aristócratas en el que al lujo de la decoración de la vivienda se añadía un esmerado servicio, siempre uniformado, parte del cual residía en el mismo apartamento en las habitaciones de la servidumbre. Entre los empleados se encontraba un adolescente extremeño que habían acogido para que limpiara la plata y otras actividades por el estilo. A este chico, tremendamente ignorante porque nadie había tenido a bien llevarle a la escuela, le di clases durante un año que sirvieron para que el muchacho adquiriera algún conocimiento que le guiase por su vida y a mí para recaudar un dinerillo que me ayudaba a ir trampeando peor que mejor el día a día.

-A ver, Arcadio- que así se llamaba. -¿Tu sabes cuando se descubrió América? Y quién la descubrió?

– Pues no, Manuel- es mi nombre-. No sé quien fue pero seguro que fue hace mucho tiempo. Igual, antes de la guerra.

Antes de la guerra era la expresión que utilizaba para decir de algo que había ocurrido hacía muchísimo tiempo. Muchísimo tiempo. 

Las señoritas, así se presentaban ellas mismas por ser solteras, aun siendo casi de la misma edad eran muy diferentes. Se respetaban, se ayudaban en lo esencial pero no se querían más allá de lo que obliga la sangre común. La más joven, Cecilia Rodriguez Strong, dos años menos que su hermana Margarita, había recibido una esmerada educación inglesa que consistía en buenos modales, hablar inglés, vestir elegantemente, saber atender una reunión social con desenvoltura. Pero destacaba un regalo que le había dado la naturaleza más que su familia que era una profunda afición a la música unida a un indudable talento musical. Esta circunstancia le había proporcionado ocasión de conocer a grandes músicos con los que mantenía cierta amistad. Es más, en su juventud mantuvo relaciones con un joven guitarrista que prometía mucho y que con el tiempo se reveló como uno de los más grandes intérpretes de los tiempos modernos. El noviazgo se frustró cuando sus padres se enteraron de la relación y no permitieron que su hija, de muchos posibles, pensaban, se uniera familiarmente a un vulgar intérprete de guitarra. Tenía buena voz que había educado en su juventud y podía presumir de un amplio repertorio de canto que iba desde el lieder romántico hasta canción moderna. Además destacaba un buen repertorio de música poco conocida como ciertas arias de ópera de Rousseau o de Leonardo D’aVinci.

Margarita, por el contrario no había tenido la suerte de la esmerada educación de Cecilia. Probablemente no tenía las condiciones intelectuales, ni las inquietudes de la hermana. Su vida casi se limitaba a los pequeños cuidados de la casa, las escasas compras que se permitían y mucha dedicación a los asuntos parroquiales en cuyos locales pasaba gran parte de su tiempo. Hablaban poco entre ellas y en alguna ocasión discutían sin que llegara la sangre al río.

Yo era aficionado a la música, pianista, y guitarrista modesto, y me encontré sin buscarla con la mejor ocasión de practicar piano que había tenido nunca. En los centros en los que había vivido hasta ahora había pianos pero todos en estado lamentable, con teclas que no funcionaban o muy desafinados. Dejad un piano en un internado de pequeñas bestias y veréis cómo avanza su proceso de destrucción!

Años más tarde, cuando ya era profesor en un instituto, pude comprobar el grado de gamberrismo e incultura de la mayoría de jóvenes en ese tiempo. Alguien donó al centro un piano histórico en mal estado.  El instituto lo mandó restaurar y lo puso en el Salón de Actos para posibles conciertos. Fueron a enseñárselo a un pianista a los pocos días de instalarlo y encontraron el piano con todos los macillos, sin excepción, tronzados. Algún energúmeno se había colado en la sala y disfrutó a fondo.

Volvamos a nuestra historia. Metido en el curso, desarrollé una rutina que me ocupaba la mañana y media tarde en la Universidad. Las clases, el comedor universitario, alguna película en algún colegio mayor, algún concierto de jazz en el San Juan Evangelista. El ambiente, en general, poco apacible. Abundaban las huelgas de estudiantes y las manifestaciones en tiempos en los que todo este tipo de actos estaban fuertemente reprimidos. A los primeros escarceos de estudiantes acudían veloces los grises, la policía de ese tiempo, y comenzaban las carreras y el follón. Al final, la Ciudad Universitaria era un enorme cuartel en el que permanecían formados, a pie o a caballo, centenares de policías. El enfrentamiento llegó hasta el punto de que la policía entraba en las facultades y patrullaba en los pasillos.

A pesar de la represión o a causa de ella, no faltaban las asambleas en las que se tomaban decisiones de ejecución casi inmediata. Las asambleas eran dirigidas por lideres estudiantiles que con el tiempo fueron líderes políticos o sindicales, y en algunos casos, influyentes profesionales bastante alejados del mensaje redentor juvenil. En las asambleas se votaba a mano alzada. Las decisiones generalmente se ganaban por abrumadoras mayorías si no por unanimidad. Ante una propuesta no se actuaba diciendo:

– Quienes están a favor? -se cuentan las manos alzadas, -y Quienes están en contra?- 

No. Normalmente se decía:

– Alguien está en contra de la propuesta? –

Y la mirada del dirigente recorría la asamblea convencido de que nadie osaría levantar la mano.

– Entonces queda aprobada la propuesta por unanimidad.

En ese tiempo empezaban a acudir a las facultades monjitas en busca de la titulación que les permitiera trabajar de profesoras en sus colegios y aun no había llegado la moda de quitarse los hábitos cuando estaban fuera de los conventos. Era muy frecuente encontrar monjitas en las aulas, sobre todo, en las aulas de letras. Algunas acudían a las asambleas y, aunque raramente, también opinaban. Y mostraban reparos a las decisiones que se pretendían tomar cuando se trataba de huelgas o acciones de este tipo. Probablemente sea un chiste pero se contaba que en una de esas asambleas y tras la dudas y recelos que una monjita exponía ante una propuesta, el líder, un poco fuera de sus casillas y algo grosero comentaba:

– Bueno hermana, seguramente habrá hecho votos de castidad, verdad? Pues siéntese y no joda más.

Todos esos movimientos fueron importantes y aceleraron los cambios hacia la transición política tras la muerte del dictador. Pero la verdad es que, aunque se diga lo contrario, la participación activa en toda esta movida no eran mayoritaria. Por lo menos no tan mayoritaria como se presentaba ante la opinión pública. Pero paralizó la actividad académica durante todo el curso en   la Universidad de Madrid y consiguió adeptos entre profesores prestigiosos y valientes como Tierno Galván, futuro alcalde de Madrid o López Aranguren, sabio catedrático de ética. La movida política aún duró unos años pero se fue desinflando poco a poco para transformarse en otra movida más lúdica conocida como la movida madrileña.

Dar clase era casi misión imposible. Se convocaban huelgas indefinidas que eran seguidas por la inmensa mayoría de estudiantes, unos por convencimiento de la oportunidad política, otros por comodidad y el resto por miedo a los piquetes. Sin embargo, se pudieron hacer exámenes, algunos en penosas condiciones y el curso pudo salvarse a medias.

La Universidad Central se nutría de estudiantes de la ciudad, y  más que ninguna otra del país acogía a miles de estudiantes de provincias y a extranjeros. Unos residían en colegios mayores, pero un buen número de estudiantes cuyas familias no se podían permitir pagar los precios de esas residencias vivían en pisos de alquiler. En el centro de la Ciudad Universitaria se habían construido unos grandes pabellones-comedor por los que pasaban cientos de estudiantes  cada día. Se conocían como comedores del SEU, el Sindicato de Estudiantes Universitarios del franquismo.

La comida en los comedores del SEU era baratísima y de mala calidad, aunque mi amigo y yo, expertos en comedores de internado, no teníamos conciencia de comer mal o pasar hambre, a pesar de que los filetes de carne eran duros como suelas. De vez en cuando nos regalábamos una comida en algún restaurante del barrio, como Casa Eladio, en el que por poco más que en el SEU se podían degustar una judías con chorizo y unos huevos fritos con patatas. Todo un festín.

Construidos los comedores de ladrillo con una de las paredes de cristal eran vigilados constantemente por la policía y aunque normalmente había tranquilidad con mucho ruido, eso sí, fácilmente se podía montar una gresca ante las provocaciones de los estudiantes que podía desencadenar una carga peligrosa porque entrando la policía por las puertas dejaban a todo el mundo encerrado como en una ratonera y podían actuar con violencia sin impedimentos.

Este era mi ambiente desde la mañana a media tarde. En él me encontraba a gusto, en las pocas clases que se podían dar, en tertulias con compañeros, soñando proyectos y futuros. Desde luego, no invitaban al trabajo las huelgas indefinidas, ni el triste panorama político en el que nos encontrábamos. 

Visto todo esto desde mi actual perspectiva me parece que todo aquello fue necesario para superar el irrespirable ambiente político de final de un periodo al que se deseaba poner fin aun cuando éste no se viera muy cercano en el horizonte de aquel tiempo. El general no acababa de morir. En cierto sentido asistimos ahora a la decepción de observar cómo las convicciones de aquellos líderes revolucionarios, por lo menos las de muchos de ellos, duraron muy poco, hasta que encontraron la posibilidad de convertirse en acomodados burócratas o funcionarios.  Pero sin duda, aceleraron el proceso histórico de la transición y la llegada de las libertades. Da la impresión, aunque suene un poco hegeliano, de que hay algo por encima de las personas, una especie de conductor de la historia, que mueve los hilos para la transformación del tiempo y utiliza  a personas como peones para conseguir sus propósitos y los abandona más tarde. O mejor, ellos abandonan el proceso ya en marcha e imparable.

Regresemos de nuevo a aquel Madrid. A media tarde me retiraba a mi casa de la calle General Oráa, donde Cecilia me esperaba con el te de las cinco y unas galletas baratas porque su desnutrido bolsillo no les daba para pastas más elegantes. La frugal merienda de cada día enlazaba con la tertulia musical. Ya hemos comentado que Cecilia era, o mejor, había sido, buena cantante. Ahora, camino de los ochenta años su voz había perdido como es natural muchas de sus cualidades juveniles. A pesar de las deficiencias, tanto de ella como de las mías, habíamos encontrado la solución perfecta para disfrutar de buenos ratos en las tardes. Las veladas se dedicaban íntegramente a la música. Cecilia cantaba y yo le acompañaba al piano.

Así, conocí al gran Schubert en esas sesiones. De los maravillosos ciclos de El viaje de Invierno y la Bella Molinera seleccionábamos las piezas más asequibles para el piano y la voz ya que Schubert no es un compositor fácil para un pianista bisoño y una cantante en decadencia. Iba descubriendo poco a poco un maravilloso mundo desconocido entonces para mi. Tardé mucho tiempo en escuchar estos ciclos de lieders a grandes intérpretes porque me quedaba el recuerdo de aquel primer encuentro,  que sin duda  no era perfecto pero fue el mejor. Aun conservo la vieja edición que Cecilia me dedicó con su hermosa caligrafía de La Bella Molinera. Y descubrí la desconocida música de Rousseau. Y la aún más desconocida música de Leonardo da Vinci. Y de muchos más.

La cena era exigua, mínima. Si se analiza fríamente se podría decir que me acostaba con el estómago semivacio, pero aunque no habría despreciado una buena cena nunca me quejé de hambre. Eran los tiempos. 

Mientras escribo estas lineas, reflexiono sobre la comida, el hambre, la sobrealimentación, comparando el presente con aquel pasado. La necesidad de alimentos de calidad solamente existe cuando hay elementos de comparación al los que se quiera aspirar. Sin ese elemento no hay deseo ni necesidad. Nos conformamos con lo que tenemos y aspiramos con esa parquedad a ser felices. Como cuando vemos en los reportajes de África a felices grupos de niños jugando al futbol con un balón de goma en un barrizal. 

Y no es que no hubiera con quién contraponer nuestra necesidad a su abundancia. Más tarde descubrí a muchos estudiantes contemporáneos que gozaban de la abundancia. Y no había comparación posible simplemente porque vivían en mundos distintos. Estudiantes de ingeniería, de montes o de minas que pertenecían a clases muy diferentes a la nuestra. Organizaban y participaban en fiestas que nosotros no podíamos ni soñar.

Madrid fue un gran descubrimiento. La actividad musical que ofrecía no tenía punto de comparación con ciudades de provincias. El Teatro Real, que aun no se había reconvertido en el teatro de Opera que fue en sus orígenes, ofrecía ciclos de conciertos maravillosos. Los sábados por la tarde, la Orquesta Nacional o las Orquestas invitadas en los diferentes ciclos, los domingos por la mañana la Orquesta de Radio Televisión, los miércoles la música de cámara. En los ciclos de cámara participaban grandes intérpretes. Allí pude escuchar a Rubinstein, a Andrés Segovia,  los dos ya muy mayores. Los jueves, el Colegio Alemán ofrecía música de vanguardia: Rojo, de Pablo, Halffter, Marco y los extranjeros, Cage, Stokhausen, Ligeti, Varesse… Asistí a casi todos, y en caso de la Orquesta Nacional, a todos. Había que hacer grandes sacrificios para conseguir entradas  de 15 pesetas pero ese año se programó por primera vez en España toda la obra de G. Mahler que fue para todos la gran revelación.

Y pude asistir al leve pero imparable cambio social en la audiencia musical. Fue memorable el recital de piano del austriaco  Friedrich Gulda en el Teatro Real. En el programa, los dos volúmenes del El Clave bien temperado de Bach. Sabía de la afición del intérprete al jazz y todos esperábamos algo novedoso en su interpretación. Son los años 70, el swing casi no ha llegado a nuestros oídos. Aparece el intérprete en el escenario con un atuendo rompedor. No se disfraza con el obligatorio frac, lleva una ligera americana de pana fina. Se sienta al piano y comienza a sonar un serio y respetuoso Bach. Pero poco a poco se va animando y el intérprete impone un ligero swing a su interpretación que a medida que avanza va haciéndose más evidente. En un momento de euforia, el intérprete se quita la chaqueta y la tira al centro del escenario. Se queda en camisa. Es casi una blasfemia para gran parte de la tradicional audiencia que no le perdona y abandona ruidosamente sus asientos ausentándose de la sala. Queda el aforo reducido a una mitad que al final del recital aplaude atronadoramente al pianista.

La casa de General Oráa era una fuente de milagros. Un día, Cecilia anuncia la visita de Enrique Casals Chapí, nieto del gran compositor Ruperto Chapí. Lleva media vida fuera de España pero Cecilia es amiga de sus hermanas y también de Enrique aunque en este caso la amistad se  retrase a su juventud. Ha sido fundador y director de la Orquesta Sinfónica de República Dominicana, de la Sinfónica de Puerto Rico y ha enseñado en varios Conservatorios americanos. Su obra como compositor es amplia y ambiciosa. Pero destaca su gran modestia. Cuando llega a casa invitado por Cecilia y tras las presentaciones, queda a solas conmigo y pasamos toda la tarde hablando de música. Un pequeño aprendiz con una eminencia musical. Me enseña amontonadamente secuencias y secuencias de obras, -así progresa Stravinski armónicamente en este pasaje de La consagración de la Primavera-.  Y lo ilustra en el piano con una seguridad asombrosa. Y de Straviski pasa a Bartok y a Hindemith y a los clásicos. Su conocimiento es inabarcable. Da muestra de una memoria segura que le permite introducirse en los más pequeños secretos de las partituras con las que me ilustra y me emociona.

Aún estaba yo en edad de iniciarme en los prolegómenos de la vida y ya descubriendo que los grandes personajes son humildes, modestos. Enrique Casals Chapí no presume de su obra y llega a España en su jubilación como director no muy sobrado de ahorros. Las hermanas tampoco andan para tirar cohetes a pesar de ser todos hijos de uno de los más conocidos e influyentes periodistas de la época. Ven, las hermanas, la posibilidad de sacar algún dinerillo extra e inscriben en secreto a Enrique para una prueba de aptitud en un colegio de monjitas. Pobrecillas, quieren que  sea profesor de música en el colegio. A Enrique la idea no le gusta nada.

– Me presentaron un test para ver si tenía conocimientos elementales de música- me decía entre risas- . -Pero me aterrorizaba la idea del colegio y contesté todo mal a propósito.

Efectivamente no fue admitido porque, decían las monjitas, no tenía el nivel. Sin embargo siguió componiendo y fue profesor de músicos importantes de ese momento. Murió siete años después de su regreso. 

Otro personaje extraordinario que conocí en el entorno cultural de Cecilia fue un Capitan Nemo de la estepa madrileña. No recuerdo el nombre. Su ocupación era ingeniero de Renfe, su religión era la música y Johan Sebastian Bach el Dios supremo. Con sus conocimientos teóricos y antes de que se comercializara algo parecido había destinado la habitación más grande de su casa a la construcción de un órgano electrónico de varios teclados y pedalier completo para honrar a Bach. Es la primera vez que pude admirar el resultado de la manipulación de sonidos sintéticos que imitaban a un órgano clásico de tubos. Los registros eran unas tiras metálicas, como después se hizo en los órganos Hammond que podía añadir armónicos y enriquecer los sonidos de formas muy variadas. Podía sonar como tubos de ocho pies, de cuatro, dieciséis, etc. Las posibilidades sonoras eran casi infinitas y nuestro ingeniero, a los mandos de tan sorprendente aparato parecía el mismísimo Juan Sebastian revivido.

Cecilia y Margarita, pensaba entonces, deben de tener familia aunque nunca haya visto a nadie que viniese a  visitarlas. Claro que no estaba por las mañanas pero las mañanas no son horas de visitar a nadie. Sin embargo, en una ocasión tuve que auxiliar a Margarita que se encontraba mal paseando por la calle y la acompañé a su casa. Yo no le di ninguna importancia pero sus familiares debieron encontrar en esta acción un hecho heroico porque a consecuencia de él me invitaron a un concierto en la Catedral de Toledo con un magnífico programa, la Pasión según San Mateo, por la Orquesta Nacional. No recuerdo quién dirigía pero seguramente sería Frübek de Burgos, su director titular. Aun no había llegado a España la moda de las orquestas y directores historicistas. Fue agradable el viaje de ida y vuelta en un seiscientos, conducido por una encantadora joven que no volví a ver ya más.

Todas estas historias y otras muchas que no caben en este relato corto fueron moldeando la afición, el conocimiento y enriqueciendo mi inicial pobre formación musical. Probablemente una mejor educación musical desde la primera niñez habría inclinado mi vocación hacia la música antes que a la enseñanza. Algo mayor que yo, Jesús López Cobos, estudiante de filosofía y música, dirigía con maestría la Coral Universitaria Santo Tomás de Aquino. Recuerdo una entrevista pocos años después, cuando ya era director prestigioso de orquesta, que había tenido que enfrentarse a la dura decisión de ser músico o ser profesor. Eligió ser músico.

Todos somos producto del azar en gran medida. Las circunstancias nos van conduciendo por un sitio u otro con muy poca posibilidad de cambiar el rumbo. No hablamos ya del azar del nacimiento que puede resultar definitivo para marcar nuestro destino. Fue necesario que mi padre se enfrentara al cacique del pueblo cuando le dijo que si los jóvenes se iban a estudiar quién iba a trabajar el campo. Por supuesto a su servicio y en sus propiedades. Y ahora, cuando escribo estas líneas, muchos años después de los hechos narrados, puedo contemplar mi vida como si fuera un río, determinado por su nacimiento, que va formando cursos rápidos o tranquilos meandros según lo que va encontrando en el camino, en un discurrir demasiadas veces ajeno a su voluntad.

Quedaría muy bien si dijera que me sentí fuertemente comprometido en la lucha político-social de aquellos momentos críticos de nuestra historia. No sería cierto. Sentía la pérdida de libertad a la que el régimen franquista sometía a todo aquel que no fuera de su cuerda. Y lo pude observar mejor poco después recuperadas las libertades en la transición. Pude sentir de cerca la violencia y gratuidad en el comportamiento de la policía cuando, por ejemplo, a mi amigo Alfonso, poeta y amante de la literatura griega clásica a tiempo total, le detuvieron y le dejaron dos días a pan y agua en las dependencias de la Dirección General de Seguridad al considerarlo sospechoso por el simple hecho de llevar barba. Y esto le podía pasar a cualquiera por nimiedades que parecían delitos a las autoridades, muy nerviosas al ver que su tiempo se terminaba. He huido siempre de los grupos numerosos, de la presión de un entorno difícil de dominar y me he encontrado mejor a solas o con el puñado de verdaderos amigos que la vida me ha regalado.

2 comentarios en “UNA VIDA TRANQUILA”

  1. Muy buen relato, con una historia que merecía ser contada de forma tan bonita… Interesantes alusiones a la situación política de la época y al posterior devenir de muchos líderes universitarios de entonces..

  2. Superado el ensayo de este ameno y eficaz relato del primer año de carrera. Contado con frugalidad , como las cenas en el piso del barrio de Salamanca, ni una palabra es superflua.

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