El tema de los pueblos vacíos o vaciados ofrece muchos perfiles para la reflexión. Hoy me ha dado ocasión la historia que paso a contar. A un pueblo pequeño acudieron hace unos meses unos refugiados inmigrantes procedentes de un país del centro de Asia. Fueron recibidos cordialmente y pronto se integraron en el pueblo. Buenos trabajadores pronto se hacen cargo de servicios que ofrece el Ayuntamiento. Llevan el bar del pueblo, y sacan adelante los trabajos de alguacil del ayuntamiento: limpian las calles, hacen recados, leen los contadores de agua, controlan el punto limpio, etc. Se dividen el trabajo y todo transcurre como máquina recién engrasada. Trabajan en el pueblo, conocen a las gentes del pueblo que a su vez los acogen con cordialidad. Pero ni ellos se sienten del pueblo, como es natural, ni los del pueblo los consideran realmente sus vecinos. Un día, uno de ellos desaparece sin haber dicho nada a nadie. Al principio se piensa que ha sido víctima de extorsión o de secuestro ya que ha quedado su esposa sola en el pueblo. Más tarde, al ver que falta la pequeña recaudación del los últimos días del bar y algún indicio más se llega a la conclusión de que se ha ido sin más a buscar aventuras por otros lares abandonando esposa, trabajo, vecinos.
Diariamente leemos en los periódicos los señuelos que los alcaldes de pueblos pequeños inventan para que gentes de la ciudad o inmigrantes con familia y niños, a ser posible, acudan con la finalidad de repoblar, abrir la escuela de nuevo, etc. En mi pueblo ya hubo una de estas familias que acudió a la llamada creando grandes expectativas entre la población. Todo se frustró cuando salieron a flote los problemas que escondían estos neo-colonos que tuvieron que salir del pueblo por la vía rápida y un poco a escondidas.
Todo esto me hace pensar en la enorme contradicción que hay en todos estos movimientos que considero fallidos de principio. Y no hay que descender a los pueblos pequeños para ver el fenómeno. Yo fui a estudiar filosofía a Madrid en los años 69 y siguientes. Los estudiantes de la Universidad madrileña podían venir de cualquier punto de España y por eso no se tenía en cuenta su origen en el ambiente universitario. Pero los madrileños de pura cepa distinguían perfectamente entre ellos y los “de provincias” como calificaban a los que llegaban de fuera. Y además con cierto desdén. En Cataluña eran “charnegos” o simplemente “castellanos” independientemente de su origen. Yo, aragonés, vecino de Lérida donde trabajé de profesor durante diez años, fui siempre un “castellá”.
También conozco de primera mano el caso de Huesca. Alguien pregunta, “¿pero fulanito es de Huesca?” y otro contesta “Mujer, claro que es de Huesca, de Huesca Toda Vida”. Desde entonces yo distingo a los de Huesca HTV y al resto, de categoría inferior.
Si descendemos a un pueblo tan pequeño como Layana, esta discriminación por origen es aún más evidente, si cabe. Yo he nacido en Layana y allí pasé mis primeros nueve años. Mis padres son de Layana y allí han vivido siempre. A partir de los nueve años he tenido que vivir en internados, colegios, universidades y después por trabajo, etc. he residido en diferentes lugares, algunos muy alejados de Layana. Pero no hay duda de que si voy a mi pueblo todos reconocerán mis raíces en él. Sin duda ni excepción. Pero ¡ay de aquel que vive en el pueblo pero ha nacido fuera! Ya puede pasar casi toda su vida en Layana que nunca será layanero sino de Sádaba o de Uncastillo o de Luesia.
Y esta es la contradicción. Los pueblos se despueblan de sus gentes y quieren poblarlos con gentes que no tienen nada que ver con ellos. Pero saben que nunca formarán parte natural de la comunidad. Se trata de una situación forzada por la necesidad y a cualquier precio. Pero no dará resultado.
¿Es inevitable esta especie de pequeño nacionalismo, por llamarlo así? Ya me gustaría que no fuera otra la condición humana. Detesto los nacionalismos, los etnicismos, y todo aquello que se aleja de una racionalidad que permita una saludable convivencia. Pero desgraciadamente los seres humanos no cambiamos fácilmente y el tirón pueblerino del localismo o el etnicismo es demasiado fuerte como para soñar que se pueda superar sin más. Tal y como somos, y hablo generalizando claro, ni los de fuera encontrarán motivos para echar raíces ni los de dentro abonarán la tierra para que aquellos arraiguen. Los problemas de la despoblación que han surgido por una prolongada mala gestión política no se pueden arreglar con ocurrencias.
Mi madre acaba de cumplir 102 años. Se encuentra razonablemente bien. Camina a buen ritmo ayudada de un bastón, sube escaleras… con esfuerzo, no necesita ayuda para comer en el comedor de la residencia, se arregla cada día su habitación y se hace su cama. Incluso se plancha la ropa que necesita a diario. Claro que el deterioro de la edad se nota en sus torpes oídos, la vista va a menos por una mácula degenerativa. Nada demasiado importante.
Ultimamente se queja con una fórmula que nos hacer sonreír pero que ella repite sin un ápice de ironía o humor. Me dice: “…no creas, pero ya se me van notando los años”. Quiere decir que ya no puede caminar tan deprisa como cuando tenía setenta años, ni hacer funcionar su memoria tan alegremente como antes. Se olvida de acontecimientos recientes, lo que se conoce como memoria inmediata, pero tiene presente a toda su larga familia, con sus circunstancias, de la que se interesa cada día.
En fin, mi madre se siente bien aunque muy frecuentemente me dice que se aburre profundamente porque no puede hacer crucigramas su pasatiempo preferido, ni leer libros, ni escribir cartas, ni ver la televisión, a la que nunca ha sido muy aficionada, ni coser, ni tejer punto. Tampoco es aficionada a comidillas y cotilleos por lo que muchas veces elige estar sola antes que abusar de corrillos.
¿A qué viene esta semblanza de mi madre? Lo ilustro con una anécdota. Mi madre, añosa, tenía su amiga también añosa con la que conversaba muy a menudo. Las dos eran, son, muy religiosas. En una ocasión la amiga, que ya ha fallecido, le decía a mi madre que estaba cansada de una vida tan larga, con tantas alegría pero con tantas penas también y “pedía en sus oraciones al Señor poder encontrarse con El cuanto antes”. A lo que mi madre contestaba: “pues yo le digo al Señor que me deje una temporada más que tengo cosas que me esperan aún por hacer”.
La anécdota revela dos actitudes vitales contrapuestas. Las ganas de vivir y las ganas de morir. Mi madre sabe que le llegará el día más pronto que tarde, pero su corazón le consuela diciéndole que no hay prisa, que no sufre males que maten, de momento.
Y yo me pregunto, qué tesón imprime la naturaleza en los seres vivos para seguir siempre adelante, para desear vivir indefinidamente. En mi huerto planté una pequeña mata de pimientos. Al cabo de tres meses esa mata ha crecido y me ha obsequiado con unos preciosos frutos rojos. Sin querer escribo, “me ha obsequiado”. Pero aquí hay un error. El pimentero no tiene intencionalidad alguna, no quiere nada. No tiene objetivos diferentes de producir pimientos llenos de cientos de semillas para que germinen y se reproduzcan. Y ese afán impreso en su naturaleza es tan poderoso que produce cientos de semillas para que solo una o unas pocas germinen y continúen la especie en la huerta.Y la naturaleza es tan ciega y se olvida tanto de objetivos ajenos a la reproducción que poco después del momento culminante de la producción de semillas, cuando el fruto luce en toda su hermosura, se deteriora y se pudre. La naturaleza no quiere ni parásitos ni inútiles. Lo que no vale cuanto antes desaparezca mejor y el pimiento una vez completada su misión de producir semillas no sirve para nada, desde el punto de vista de la naturaleza. A nosotros sí que nos sirve para asarlo al horno y darnos un festín. Pero este es otro tema.
Realmente para la naturaleza, en el sentido biológico que estamos describiendo, un ser humano no es más que un pimiento. La evolución ha hecho que el homo sapiens tenga un lento desarrollo en su infancia, pero cuando llega la juventud se alcanza el culmen de la potencia reproductiva. Dice Jesús Mosterín 1 que el “propósito evolutivo del cuerpo humano consiste en reproducir los genes que transporta y una vez realizada esta función lo mejor para la naturaleza es desaparecer”. Hace algunos miles de años, los individuos de nuestra especie se reproducían nada más llegar a la juventud y poco después envejecían y morían en edades que ahora nos parecerían prematuras. O sea, igual que los pimientos. La diferencia está en que la racionalidad, fruto de la misma evolución, nos ofrece objetivos más elevados que la mera reproducción.
Seguramente, los antiguos homo sapiens, que a diferencia de los pimientos eran seres racionales y podían pensar en su pasado y en su futuro, morirían con pena de no sobrevivir y a causa de las dificultades con las que se encontraban: peligro de alimañas, enfermedades, la alimentación precaria cuando carecían de dientes en edad temprana, etc. Pero igual que el resto de animales, morían jóvenes. Sólo los animales domésticos se hacen viejos porque el entorno humano les proporciona los cuidados que el entorno natural no les da pero por intereses ajenos a la su naturaleza.
Pero, tachan – tachán, apareció el talismán entre los humanos que perseguía el objetivo imposible de la inmortalidad. Se inventó la medicina. Y avanzó con pasos torpes pero incansable en la búsqueda de su objetivo. No encontró la fórmula de la inmortalidad ni antes, ni ahora. En realidad no creo que haya ningún médico en la actualidad que sueñe con esa conquista. Pero se conforma con otra más modesta pero de resultados obvios. La prolongación de la vida. Matusalén, dice la Biblia que vivió cientos de años. Sabemos que la Biblia exagera. En el neolítico una persona de treinta y cinco años ya era vieja. Actualmente una persona vieja es mi madre, aunque ella no se lo acabe de creer.
Y ahora una pregunta políticamente incorrecta. ¿Vale la pena alargar la vida a cualquier precio? Visitamos las residencias de ancianos y nos encontramos personas con Alzheimer, otras aisladas de su entorno por estar completamente sordas y casi ciegas, condenadas a perpetuidad a una silla de ruedas o a permanecer en la cama… No vamos a entrar en detalles. Pero preguntemos a cada una: ¿quieres seguir viviendo? y la respuesta mayoritariamente será: si. Porque les quedan los afectos. Los afectos de los hijos y nietos que nunca se marchitan. Algunos, como decía el viejo Epicuro, añorarán la juventud y disfrutará recordando lo que fue, otros, ni eso. Y todo sobre un tranquilo trasfondo de vida vegetativa.
La medicina ha alargado la vida, ha mejorado la vida… vegetativa. Pero no ha mejorado nada la vida que más humanos nos hace a los humanos: la vida racional que evidentemente se alimenta de una buena vida vegetativa, pero necesita de unos sentidos agudos, unos reflejos eficaces, una memoria que funciona sin pérdidas y una cierta capacidad de reflexión. Nada de esto nos puede proporcionar la medicina. Nos tenemos que conformar con la vida emocional que no desaparece de forma natural y así podremos morir con la pena de dejar a los nuestros pero con el consuelo de su abrazo. Algo es algo.
De momento, que los científicos se olviden de la inmortalidad, que nos dejen morir cuando llegue la hora, aunque no nos guste. Tampoco deseamos un vida tediosamente larga a menos que venga en buenas condiciones. Alguien puede pensar que he escrito un alegato contra la medicina. Falso. La medicina ha dado una enorme calidad de vida que sería ridículo negar. Los analgésicos, los antibióticos, las vacunas, la cirugía y tantos avances y descubrimientos han proporcionado una vida mejor sin duda a todo el mundo, jóvenes y viejos. Y la medicina ha sembrado en toda la humanidad la esperanza de encontrar remedio a muchas de las enfermedades que hoy nos horrorizan. Pero el tema de este artículo no es negar las virtudes de la medicina sino meternos de cabeza en el difícil embrollo de elegir entre una vida completa y plena que se termina cuando disminuye esta plenitud o la elección de una vida, aunque sea simplemente vegetativa, prolongada hasta donde sea posible.
También, pensarán algunos, estamos rozando el peliagudo tema de la eutanasia. Decididamente no es el caso en este post. No entramos en este tema ni desde el punto de vista legal y mucho menos del ético o moral. Se trata de una simple descripción y reflexión, al mismo tiempo, sobre la vida y la muerte. Reflexión que comenzó cuando los primeros homínidos tuvieron capacidad de pensar de forma abstracta y que continua igual en nuestros días. Con la misma urgencia y el mismo interés.
1. Jesús Mosterín. Muerte y Eutanasia. Incluido en el volumen “La Naturaleza humana”
La población de los pueblos disminuye. Todo el que puede se va a buscar trabajo a la ciudad y vuelve el fin de semana al pueblo con aires de haber subido un tramo en la escala social. Es cierto que en el pueblo no había trabajo o, al menos, un trabajo que le proporcionara un sueldo como en la ciudad. Bueno, llegamos a la conclusión que el pueblo repele a sus vecinos.
Cambiemos la perspectiva. También repele a los que van a trabajar, a los que encuentran su modo de vida en ellos. Quienes son estos, os preguntáis? En Sádaba hay un instituto con los dos primeros cursos de la ESO al que acuden los niños de los pueblos más cercanos. Pasemos por alto, de momento, el hecho de que algún pueblo lleve los niños y niñas a Ejea antes que a Sádaba aun estando esta localidad más cercana a esta última por el efecto “pueblo más grande, pueblo más importante”. No es nuestro asunto de momento.
Los profesores del instituto, creo que en su totalidad, residen en Zaragoza y recorren cada día los 100 Km. de ida más los de vuelta que les separan de sus residencias. Ejea tiene dos institutos y los profesores, casi en su totalidad residen en Zaragoza y como los de Sádaba recorren diariamente dos veces los 80 Km desde sus casas a su trabajo.
El Centro Médico de Sádaba está atendido por médicos que viajan todos los días los 100 km. para trabajar en el pueblo. Sospecho que pasa lo mismo con los médicos del hospital de Ejea de los Caballeros. En el caso de los médicos se llegan a situaciones tan disparatadas que hay problemas para que vayan a hospitales de capitales de provincia como Teruel o Huesca. Todo esto ronda la locura.
El autor de estas líneas, profesor de instituto, ha sido durante muchos años corresponsal de su centro en una red educativa europea en la que estaba representado un centro de cada país de la Unión Europea. Por esta razón ha viajado a muchos países y ha compartido casa y experiencias con profesores de todos los países europeos. Y ha observado que, más en el centro y norte de Europa, ocurre todo lo contrario de lo que acabamos de describir. Los profesionales viven en pueblos más o menos cercanos a la ciudad en la que se encuentra su centro de trabajo. Huyen del ajetreo de la ciudad y les encanta la tranquilidad de los pueblos. La vivienda en los pueblos es fantástica porque pueden comprar y adaptar viviendas con un tamaño y comodidades imposible de encontrar en la ciudad con sus salarios.
Y esto nos obliga a preguntarnos: Como se explica esta actitud de rechazo a los pueblos que observamos en profesores y sanitarios aquí, en Aragón, por no decir en toda España? Hay casos que podemos entender. Madres que necesitan volver al domicilio familiar porque tienen hijos pequeños. Y seguramente encontraremos otros casos excepcionales tan dignos como este. Pero seguimos preguntándonos: qué hace que el lugar de trabajo sea solo eso, lugar de trabajo? Por qué no hay ningún atractivo que invite a residir aunque sea durante la semana? Qué falla para que el pueblo no atraiga lo suficiente como para disfrutar un poco de él. Porque se dan casos de profesores o médicos que después de un tiempo de trabajar en los pueblos no saben nada de ellos, de sus calles, de su historia. Casi, ni de sus gentes.
Estoy seguro de que muchos lo van a negar pero yo pienso que un médico no atiende “solo” enfermedades, sino primariamente a enfermos. Y los enfermos son personas en un contexto familiar y social, en un entorno geográfico, etc. Y la mejor manera de conocer todo esto es viviendo en ese ambiente. Hace sesenta años el médico, el practicante vivían en el pueblo y era impensable que fuera de otra manera. El médico era uno más, muy cualificado, eso sí.
Pero hay que reconocerlo. Los pueblos no ofrecen alicientes para residir en ellos a menos que seas de allí. Y, ciertamente, encontramos razones para huir de los pueblos sin rompernos demasiado la cabeza. En esta entrada vamos a centrarnos en los problemas de vivienda pero aparecerán otros a medida que avance el análisis.
Los vecinos residentes se han hecho con una buena vivienda. Los visitantes de fin de semana también tienen buenos alojamientos porque han ido arreglando las viviendas de sus padres o abuelos. Pero si algún trabajador, del tipo que sea, temporal o permanente, quiere alojarse en una vivienda digna en la que no haya que invertir demasiado porque la estancia puede no ser muy larga, qué puede encontrar? Lo va a tener muy difícil porque no hay viviendas de esas características. Hay una carencia básica de vivienda.
Recuerdo que hace unos años, un alcalde de Layana avanzó el proyecto de construir unas viviendas sociales para todo aquel que quisiera vivir total o temporalmente en el pueblo. La idea no progresó. No conozco las razones. Seguramente fueron dificultades económicas, de rentabilidad y miedo al endeudamiento del Ayuntamiento. Pero cualquiera de ellas es significativa y paradigmática de las iniciativas de las autoridades en los pueblos y la soledad con la que se han encontrado para idear y aportar soluciones.
Quizás alguien se le ocurra pensar: y tú, por qué no has residido en pueblos? Es el argumento “ad hominem” tan frecuente en discusiones de Twiter. Yo no he vivido en pueblos porque nunca he trabajado en pueblos. Y siempre he buscado con mi esposa, también docente, la mejor solución para la conciliación familiar, por encima de otras consideraciones. Y creo que si la conciliación me hubiera dado la posibilidad de vivir en un pueblo, pienso que habría vivido en un pueblo.
Continuando las reflexiones de la entrada anterior sobre los pueblos vaciados, me aprovecho de un lema o fórmula ideada por alguna plataforma para la recuperación de los pueblos como “Teruel existe” u otra por el estilo. La fórmula es 100-30-30. Me parece ingeniosa y sensata. Perfectamente aplicable a todos los pueblos en extinción.
100 son los Mbps de banda ancha que necesita un pueblo para ser una opción de trabajo o emprendimiento. 30 minutos es el tiempo máximo que se necesita para acceder a un centro de salud para necesidades básicas. Y 30 kilómetros deben ser la distancia máxima a una autovía o autopista para una comunicación eficaz con otros centros de trabajo o de ocio.
Aplicando la fórmula al caso de Layana nos vamos a encontrar con el gran fallo que ya destacamos en la entrada anterior. Vamos por partes. Layana dispone de banda ancha de 100 Mbps. EMBOU, empresa aragonesa de telecomunicaciones ofrece varias modalidades de acceso a internet a distintas velocidades. La experiencia de algún vecino me confirma el buen funcionamiento de la infraestructura.
También damos positivo en los treinta minutos a un hospital. Ejea de los Caballeros está a 20 Km. de Layana y en poco más de 10 minutos podemos llegar. Además Sádaba dispone de un Centro de Salud con personal sanitario las 24 horas.
El segundo 30 es el que nos hace perder el tren. Estamos a 80 kilómetros de una autopista o autovía. Además son 80 penosos kilómetros con carreteras del siglo pasado que se van parcheando de vez en cuando. No pasamos el filtro y dado que se trata de una exigencia esencial, según las plataformas citadas, nunca podremos ser un pueblo con posibilidades a menos que se soluciones este enorme problema.
Layana necesita buenas comunicaciones con el centro comarcal, Ejea de los Caballeros, y con la capital, Zaragoza. Sería estupendo, no solo para Layana, evidentemente, sino para la zona, enlaces a Huesca y el Pirineo. Y con Navarra y La Rioja, comunidades vecinas. Pero es que el aislamiento de estos pueblos es ya casi un mal crónico. En la primera mitad del siglo XX se construyó una vía de tren que comunicaba con Gallur y de allí se accedía a Zaragoza. Y esto fue un gran avance. Las carreteras se fueron asfaltando y aparecieron las lineas regulares a la ciudad.
La carretera A 127 va de Gallur a Sos del Rey Católico, la A 1202 une Sádaba con Ayerbe pasando por Uncastillo, Luesia, Biel, Fuencalderas y Santa Eulalia. Carretera, esta última, infame. No creo que haya en todo España otra carretera con más curvas y peor estado que esta. Es, por otra parte, un terreno que las podría evitar si hubiera voluntad. A 127 y A 1202 es la denominación desde que son carreteras autonómicas. Si no me equivoco, antes del estado de las autonomías, la A 1202 era la carretera Sagunto- Ayerbe. Que se dice pronto. Podría ser el deseado corredor Levante-Pirineo Central. Es ese corredor que Aragón ha perdido definitivamente por su poco peso político frente a Cataluña o País Vasco que se han llevado el gato al agua.
Comparemos todas estas posibilidades descritas y la realidad en la que se encuentra Layana, Sádaba, Uncastillo, etc. todos pueblos preciosos, bien conservados, atractivos por sus alrededores, con un rico pasado. Me viene a la mente la idea desgraciada, tan terrible como probable, de que un territorio poblado y explotado desde el neolítico hasta nuestros días sin interrupción se vea abocado a desaparecer precisamente ahora que todo es más fácil.
A qué han quedado reducidos nuestros pueblos? La mayoría de sus habitantes viven y trabajan en el pueblo la mayor parte del año. Agricultores y ganaderos. Jubilados y una minoría ocupada en servicios. esta es la población esencial más la población de fin de semana o vacaciones. Es cierto que el pueblo se anima en verano, en Navidad o en largos fines de semana. Y está muy bien porque el pueblo ofrece tranquilidad, calidez humana, naturaleza, compañía, y muchas cosas más. Pero ver convertidos los pueblos en los que hubo tanta vida en lugares de ocio no permite soñar con el mejor porvenir para los mismos.
Una consideración final y una observación. En Zaragoza, trasladarte de un barrio a otro, en bicicleta o autobús puede oscilar entre veinte y cuarenta minutos. En el caso de hacerlo en coche propio sumemos las dificultades de aparcar. Ir a Sádaba desde Layana puede llevarnos unos tres minutos y a Ejea, doce. O sea, los pueblos bien comunicados están más accesibles que los barrios de una ciudad de tamaño medio. Y ahora la observación. Hace setenta años los pueblos eran pequeños átomos independientes y autosuficientes. No necesitaban nada de los pueblos vecinos a menos que fueran las cabeceras de comarca en las que había más comercio y sobre todo las instituciones. Las gentes de un mismo pueblo se conocían bien pero escasamente a las gentes de los pueblos vecinos. Actualmente esto ha cambiado radicalmente. La cercanía unida a la faciliad de transporte propio ha hecho que toda la comarca sea un pueblo en la que todos conocen a todos. Y esto es un avance. Esta circunstancia ha contribuido a suavizar el impacto de la soledad que hubiera sobrevenido en el caso de un aislamiento como antaño.
Casi todos los que pontifican sobre la España vacía o vaciada son habitadores de ciudad. Muy pocos pueden hablar de su experiencia en su pueblo vaciado porque no la han vivido. Otros, menos, porque los pueblos vaciados siempre han sido de poca población, podemos contar nuestra experiencia del proceso de degradación al que hemos asistido a lo largo de estos sesenta o setenta años últimos.
Voy a relatar lo más ceñidamente a los hechos el proceso de vaciamiento de mi pueblo que podría ser igual para casi todos los del entorno. Retrocedamos, en primer lugar, setenta años para encontrarnos en un pueblo recién salido de la guerra civil con evidentes traumas, mucho cansancio y muchas ganas de salir adelante aunque haya mucho dolor oculto por la represión de los vencedores.
El pueblo tiene unos 350 habitantes dependientes todos, directa o indirectamente, de la agricultura. Cada uno tiene su sitio en ese, de momento, sólido ecosistema humano. Hay tres o cuatro familias poderosas propietarias de casi toda la tierra y que vamos a considerar el primer grupo social. La agricultura cerealista es generosa en buenas cosechas y los dueños de la tierra necesitan mucha mano de obra. Con todo, la propiedad es tan grande que ninguna de esas familias puede explotar toda su hacienda. Así que aquellas fincas menos productivas o que ofrecen más dificultad en el cultivo van a ser dadas en arriendo a otros agricultores a los que viene bien este suplemento a su no abundante hacienda. Este grupo de pequeños agricultores conformaría el segundo grupo social formado por unas diez o doce familias.
Los grandes propietarios y en menor medida los pequeños empleaban como peones del campo, criados les llamaban, a la inmensa mayoría de hombres del pueblo y de empleadas de hogar o criadas a las mujeres. Estos desheredados de la tierra se conformaban con escaos salarios y la comida que se les proporcionaba cada día. Lo mismo para las empleadas de hogar. Pueden sumar unas quince o veinte familias este tercer grupo social. El más numeroso.
Nos quedan los no dependientes directos de la tierra. El herrero, el carpintero, el cura, el secretario del ayuntamiento, el practicante, el cartero. No había ni médico ni veterinario dada la proximidad de otros pueblos de más población. Encontramos, además, dos familias de comerciantes en establecimientos en los que se podía encontrar todo lo que en ese momento se pudiera necesitar y un par o tres bares-cantinas. El número de habitantes se completa con una población flotante, no autóctona, que acudía a las obras de envergadura, como la construcción de un canal, el refuerzo en momentos especialmente exigentes como la siega o la cosecha, etc.
Esta sería la composición a grandes rasgos de la población en un pueblo pequeño dedicado a la agricultura. Como he dicho, es agricultura cerealista. No existían cultivos diferentes del trigo y la cebada de secano, con la excepción de escasos explotaciones de olivo o vid para consumo propio de vino y aceite que se fueron abandonando con el tiempo en favor del cereal.
Seguimos en los años cincuenta del siglo pasado. Acabamos de salir de una guerra en la que los ganadores, los grandes propietarios sobre todo, tienen tanto poder como resignación los perdedores. Y esta circunstancia asegura una “paz social” que permite el transcurrir del tiempo sin visibles incidentes. El talante caciquil de los ricos es tolerado como si fuera el orden natural. Casi nadie lo cuestiona. Por lo menos abiertamente.
La vida avanza rutinariamente siguiendo los ciclos de las estaciones que señalan las cosechas. A pesar de ser pocos habitantes, las clases sociales están muy marcadas. Los ricos viven casi encerrados en sus casas con todas las comodidades que se podían tener en aquel tiempo. Los primogénitos heredaban la tierra en su totalidad y a los hermanos se les procuraban carreras que ejercerían fuera de los pueblos.
Las clases intermedias acudían al casino o al bar. Cafés, juegos de cartas, etc. También había un heredero de toda la propiedad y el resto o se quedaba trabajando en la casa o se buscaba la vida en algún oficio o profesión que no exigiera demasiada inversión por parte de sus padres.
Los pobres disfrutaban de las cantinas. Allí podían cantar, reñir y, sobre todo algunos, pillar unas tremebundas borracheras que debían gestionar en unas horas porque al día siguiente al punto de la madrugada había que ir a trabajar. Evidentemente hay que suponer que los hijos de estos trabajadores no llegaban, muchas veces, ni a terminar la precaria educación escolar porque tenían que ganarse la comida desde muy temprana edad.
Pero no es el objeto de este trabajo analizar las relaciones sociales en el pueblo sino la evolución de su población. Ahora vamos a avanzar unos cuantos años, cincuenta o sesenta. En los pueblos se necesita mucho tiempo para encontrar cambios en lo fundamental. Y si se dan cambios en las costumbres, en los valores, etc. es por el empuje que reciben de factores externos , como veremos más adelante.
Las autoridades del Estado o de la Región se esfuerzan en transformar las ciudades. Crean polígonos de desarrollo, avanzan urbanísticamente, mejoran los barrios, etc. La actuación de los gobernantes en los pueblos es inexistente. Se suceden alcaldes cómodos para la autoridad regional o nacional, poco creativos porque además de no darles ocasiones de innovar tampoco son personas preparadas para esa función. Es decir, los pueblos siguen totalmente dejados de cualquier iniciativa de innovación o mejora. Las autoridades regionales o nacionales no tienen tiempo de ver cómo evolucionan los pueblos pequeños de toda la geografía. Por eso sentimos más la rabia cuando toda esta gente se llena la boca lamentando el vaciado de los pueblos cuando no tuvieron la más pequeña preocupación en el momento de tenerla.
Cómo evoluciona mi pueblo. La tecnología agrícola, en la onda de las demás tecnologías, avanza de forma impresionante e imparable. Los potentes tractores, armados con modernos geo-radares pueden realizar en pocas horas lo que antes costaba días de duro trabajo a muchos peones. Las labores de siega, acarreo y trilla que duraban meses, ahora se pueden hacer en semanas con potentes cosechadoras. Los trabajos de labrar, sembrar, etc. se pueden reducir a una siembra directa casi inmediata a la cosecha. Los abonos, insecticidas pueden deteriorar el medio ambiente pero solucionan en poco tiempo todo el trabajo de largos inviernos de antaño. Comparar los trabajos agrícolas de hace setenta años con los actuales nos haría pensar que se trata de dos actividades diferentes. Son cambios radicales en el trabajo pero menos en la concepción de la vida, en los cambios de costumbres, etc.
La consecuencia para la población es evidente. La tecnología reduce progresivamente la mano de obra. Los antiguos peones, se van jubilando y muriendo sin que nadie les sustituya porque ya no son necesarios. La población va mermando sin remedio. Los hijos de los trabajadores no tienen sitio en el pueblo y tienen que emigrar a la ciudad para encontrar un trabajo diferente al de sus padres en los polígonos industriales o en los mercados urbanos de trabajo. En estos primeros momentos, algunos jóvenes más afortunados han podido seguir estudios de bachillerato y hasta universitarios internos en colegios de Zaragoza o en los seminarios. Afortunadamente, desde los años setenta se van creando institutos de bachillerato en los centros comarcales que permiten el acceso a la educación de más jóvenes que, evidentemente, dejarán el pueblo en cuanto puedan ya que en el pueblo no hay nada que hacer.
La población va reduciéndose sin que nada ni nadie detenga el proceso. Los pequeños negocios que daban vida a varias familias se van cerrando porque falta clientela. Los bares, en el mejor de los casos, se convierten en centros sociales subvencionados por el Ayuntamiento. Llegamos al primer tercio del siglo XXI con una población de cincuenta habitantes. Y es una suerte porque el pueblo tiene aún una riqueza que se puede explotar. Centenares de pueblos de Aragón, Castilla, Galicia, han tenido peor suerte y han sido abandonados por completo.
El sustento de los que permanecen es, salvo pequeñas excepciones, la agricultura y ganadería. Los grandes propietarios se bastan con dos o tres personas, los propios dueños, para sacar adelante la explotación. Los medianos propietarios han encontrado una buena ayuda en la ganadería porcina cuyas instalaciones son bien visibles en la cercanía de los pueblos.
Pero queda una incógnita a despejar. Las herramientas del campo cuestan mucho dinero y todos los agricultores quieren tener lo último. Sin embargo el precio de los productos apenas ha variado en todo este tiempo. Cómo se explica el milagro? Muy fácil. La diferencia entre los gastos y los ingresos por el bajo precio de los productos se compensa con subvenciones de la Comunidad Económica Europea. Siempre se han quejado los agricultores y en la actualidad se siguen quejando porque el gasoil, los agroquímicos, las semillas, etc. cada día son más caros. Seguramente tienen razón, pero hay un aspecto por el no he visto a nadie quejarse y es, para mí, el que produce más tristeza. El beneficio del trabajo no está en el trabajo mismo, en la producción agraria, sino en una subvención que no tiene nada que ver con sus productos y sí con la limosna que Europa paga para evitar la vergüenza de ver un territorio completamente despoblado.
Y llegamos al meollo de la cuestión. Qué han hecho las autoridades políticas, administrativas, etc. para evitar este desastre. La respuesta es contundente y desalentadora. No han hecho nada. Por no hacer ni siquiera han mejorado las comunicaciones a menos que haya alguna razón ajena a la mejora de los pueblos.
La comunicación de mi pueblo con la capital a la que hay que acudir con mucha frecuencia es lamentable. Los primeros kilómetros son de autovía porque comunica la ciudad con un importante polígono industrial. Después vienen kilómetros de carretera que más parece camino de cabras en algún tramo. Más adelante, carretera con un arcén de dos palmos. Añadamos a estos problemas básicos de infraestructura la densidad de tráfico que soporta. La carretera que comunica la ciudad con la comunidad autónoma vecina del oeste soporta una gran densidad de tráfico de camiones. Pero muchos camioneros han descubierto una alternativa que es la carretera de mi pueblo. Sumemos infraestructuras de pésima calidad, trazados con curvas en las que no se puede adelantar, densidad de tráfico y el resultado puede imaginarse fácilmente.
He escuchado al presidente del gobierno de Aragón expresar su amor al pueblo en el que nació. Es un pueblo grande y cabecera de comarca. Su amor es tan grande que, según dice él mismo, va a dormir al su pueblo todos los días. Y va y vuelve en coche, no en helicóptero por lo que presumo que dos veces cada día tiene que sufrir en sus propias carnes el lamentable estado de las carreteras que comunican la ciudad con su pueblo. Si es defensor de los pueblos y de su desarrollo cómo no mueve un dedo por mejor las comunicaciones en un terreno que no ofrece dificultades. Sin embargo, por contraste, el acceso a Jaca desde Huesca, por ejemplo, se está haciendo con una tremendas y costosísimas obras que están transformando el salvaje y hermosos paisaje de la zona en un laberinto de pasos, puentes y autovías para mayor comodidad de vascos, navarros y zaragozanos. Es que sólo cuenta el valor económico? No están tratando en sus discursos de salvar los pueblos?
Continuaremos más adelante las reflexiones. Por cierto, mi pueblo se llama Layana y la cabecera de comarca es Ejea de los Caballeros.