LA BOLSA O LA VIDA

Se ha pasado de moda pero hace muchos años en los tebeos el atracador, con antifaz y navaja en ristre, se enfrentaba a la asustada víctima con la fórmula clásica “la bolsa o la vida”. La verdad es que la disyuntiva presenta una elección chunga. Mejor sería decirle al atracador,  “mire, ninguna de las dos”. Pero había elegir y la menos mala era “La bolsa”.

En los años sesenta, en los pueblos pequeños de España  la vida atracaba a los niños afortunados con una opción parecida. O mejor a sus padres. La bolsa o la vida. O te quedas en el pueblo destripando terrones y quizás puedas más adelante mejorar de fortuna empleándote en alguna fábrica, o sea la vida, o te vas a estudiar en un internado de la ciudad, lejos de la familia, o sea la bolsa. Si eliges la bolsa, en un futuro y con perseverancia podrás abrirte camino, decían. Cualquiera de las dos opciones conducían a un futuro inmediato bien negro. Tampoco en este caso se nos permitía decir “ninguna de las dos”.

Ya he dicho que esta opción sólo era para los niños afortunados. La mayoría no elegía. Se los arrojaba a la vida. 

Yo tuve el privilegio de elegir la bolsa. Es decir el internado, el colegio, la soledad. Y no es que mis padres fueran ricos, salían adelante como podían, trabajando. Pero estaban seguros de lo que querían o,  mejor,  de lo que no querían. Querían que sus hijos se educasen, que estudiasen, no ya para ascender de clase social, sino por la convicción de que la cultura , y  la educación,  es el más alto valor al que se puede aspirar.

Mi madre se educó durante muchos años en un colegio femenino de monjas, siguiendo los cánones de la educación de señoritas de aquel tiempo. Al final, esos estudios se podían convalidar por los de magisterio y podían ejercer de maestras de escuela. No fue ese el destino que eligió. Se ocupó de diversos trabajos en tiempos en los que las mujeres se casaban y no trabajaban. Llego a ser funcionaria de hacienda y podría haber terminado allí felizmente su vida laboral de no haberse encontrado con el que sería más tarde su marido y mi padre para instalarse en el pequeño pueblo de ambos. Su educación le dio  instrumentos para sacar adelante sus trabajos en el pueblo con suficiencia y sabiduría. Por otra parte, su educación creó en ella inquietud por la lectura y vocación para actividades artísticas como pintar, bordar o simplemente para disfrutar cada día con el crucigrama del periódico.

La historia de mi padre fue muy diferente. Su madre, mi abuela, murió en el  parto. Su padre, mi abuelo, intentó rehacer su vida abriendo negocios fuera del pueblo que fracasaron uno detrás de otro, arruinándose lentamente. Finalmente regresó a su casa, al pueblo. No debió de ser un regreso triunfal. Mi padre tenía seis años cuando su padre, mi abuelo, falleció de una apendicitis mal diagnosticada. Puedo ver a mi padre, muchos años más tarde, con lágrimas en los ojos recordando el momento de la muerte de su padre en la cama con él abrazado. Mi abuelo era una persona ilustrada, con formación e ideales políticos poco idóneos para una sociedad caciquil y pueblerina como la que le tocó en suerte. Estas desgraciadas circunstancias sólo permitieron a mi padre una educación elemental, la que le podía proporcionar la escuela del pueblo. Por suerte para él, se encontró con un excelente maestro que le inculcó un amor a la lectura que le duró toda la vida. Mi padre ha sido uno de los mejores lectores que he conocido.

Recordemos que he elegido la bolsa. Intento evocar mi llegada al colegio en la ciudad, muy lejos de mi casa, con nueve años de edad para cursar ingreso de bachiller y no recuerdo casi nada. En ese enorme edificio recién inaugurado quedé confundido y desolado. Era primero de octubre y hasta la Navidad no volvería a mi pueblo, a mi casa, a abrazar a mi madre. No voy a aburrir describiendo la enorme tristeza en la que me ahogué durante muchas semanas. Cuántas veces me  encontré llorando sin que nadie me viera por los desolados pasillos. Cuántas veces me acosté imaginando el beso de despedida de mi madre. Por fortuna, pasaban los días y la tristeza iba dando paso a la rutina menos penosa.

Traté de seguir en mi pueblo desde la imaginación cambiando las salas de estudio o las clases aburridas por el salón de mi casa, la plaza, el río, las arboledas. Justo cuando se decidió que fuera al internado del colegio había llegado al pueblo un maestro que intentaba renovar las inamovibles costumbres pueblerinas enseñando extrañas costumbres para sus gentes como anudar una corbata y cosas por el estilo. Pero lo que a mí más me interesó de aquel maestro fue su intento de crear una rondalla. ¡Qué importantes han sido los maestros en los pueblos! A mi hermano, más pequeño que yo, con gran envidia por mi parte, le habían comprado una bandurria con la que empezaba a tocar sus primeras melodías. No tuve tiempo más que para curiosear el instrumento superficialmente, pero creí entender para qué servían los trastes en el diapasón, la afinación de las cuerdas, el cifrado de las partituras. 

Me dolía no poder disfrutar de la bandurria en el colegio y encontré un consuelo que alimentó mis descubrimientos iniciales de la música. Teníamos todos los alumnos una regla de madera bastante ancha para las clases de dibujo y matemáticas.. En su anchura creí ver el mástil y diapasón de una bandurria. Sólo me quedó dibujar seis líneas paralelas a lo largo de la regla correspondientes a las seis cuerdas del instrumento y otras líneas horizontales que reproducían los trastes. Y practicaba. Intentaba recordar las pocas canciones que había podido estudiar y se me ocurrió que podría escribir otras que tocaba en mi regla y aunque realmente no las podía escuchar creía oirlas en mi interior. Y las escribía en tablatura. Curiosamente, cuando llegó la primera Navidad pude comprobar en la bandurria de verdad que estaban bastante acertadas mis “protocomposiciones”. Sonaban bien. 

En estos ejercicios de memoria que practico al escribir estas líneas doy muchas vueltas a mi inclinación por la música. Me pregunto que de dónde me viene. Intento evocar mis primeros recuerdos y todos tienen que ver con la música aun viviendo en un páramo musical como era el pueblo instalado en el páramo aun mayor de la provincia y con unos padres a-musicales. 

La música en la iglesia. Un horror. Había en la iglesia un armonium viejo que lo trasteaba una señora soltera que, dicen, había aprendido piano en su juventud. La verdad es que lo pienso ahora y considero escandaloso llamar a aquello música. Los pedales del armonium nunca se  habían engrasado y al accionarlos producían un rítmico chirrido que durante mucho tiempo pensé que era el objeto musical de la organista porque lo que nacía de las teclas pulsadas era una monserga en el registro bajo que más parecía el ruido de una máquina.

Mejor recuerdo guardo de Miguelito. Miguelito era un pintor de brocha fina de un pueblo vecino. Las gentes no pintaban sus casas, las encalaban para adecentarlas y probablemente, sin saberlo, para desinfectarlas. Mi madre no encalaba sino que pintaba las habitaciones y Miguelito era el pintor que parsimoniosamente y sin conciencia del tiempo invertido pasaba horas trazando grecas, perfiles y adornos en las paredes. Esta tarea le ocupó largas semanas cuando yo aun no había empezado a ir a la escuela. Tendría cuatro o cinco años. Y pasaba las horas sentado en la escalera escuchando las canciones interminables de Miguelito. Recuerdo estos momentos como alguno de los más felices de mi infancia. Boleros, algún tango. Tres gardenias, Por el camino verde, Angelitos negros. Este fue mi primer repertorio.

Mis padres no entendían que yo pudiera pasar tantas horas en la escalera. Carecían de la menor inclinación musical. Mi madre desde su educación monjil pensaba que la música estaba cerca del artisteo, de los teatros, de la sensualidad, del demonio, del pecado, en definitiva. Mi padre simplemente ignoraba todo lo que tuviera relación con la música, sólo la literatura le parecía importante. La música popular era también peligrosa. La jota se podía escuchar cada día de fiesta en la cantina del pueblo y siempre en un ambiente alegre y etílico. O sea, terreno prohibido. Nunca me interesó la jota. Ni antes ni ahora.

Volvamos al colegio con el niño de nueve años, perdido en el frío edificio del internado que aprovecha cualquier momento que se encuentra solo para llorar vigilando atentamente que nadie le vea.  ¿Qué recuerdo de mi primer año, el de ingreso de bachiller? Poco y además envuelto en una nebulosa.

Las clases en general las soportaba bien y sin problemas. Los estudios me aburrían un poco pero pronto aprendí algo que me ha servido para siempre. La imaginación puede suplir a la mejor de las diversiones y ya empecé a sacarle partido entonces. Las asignaturas que me exigían memorizar y por tanto hincar los codos eran las que más me aburrían. Por suerte tenía bastante buena memoria y no me costaba mucho retener las lecciones. Ahora valoro ese esfuerzo porque las bases de mi conocimiento de la geografía de España y aun del mundo está en ese curso de ingreso y luego en primero de bachiller. 

Introduzco una anécdota relacionada con estas primeras memorizaciones. Siempre he recordado los lagos de Rusia que por entonces aprendí. Ladoga, Onega y Peipus. Y los ríos y cabos, pero siempre asociados a mundos lejanos, misteriosos. Mundos que están sobre todo en los libros. Muchos años después, en un encuentro con profesores de un instituto del norte de Estonia, realizamos una excursión que nos llevó a la orilla del lago Peipus. Allí descubrí el mundo remoto que soñaba de niño. Un enorme lago de muy poca profundidad con miserables aldeas a sus orillas que vivían de lo que pescaban en él. Fue un emocionante salto en el tiempo de cincuenta años.

Las matemáticas me gustaban más que nada porque me resultaban fáciles. No entendía como a tantos compañeros les costaba solucionar los problemas que se habían explicado en la pizarra detalladamente. Yo tenía la suerte de que con poco más de lo que escuchaba en la clase tenía garantizada una buena nota en los exámenes de matemáticas.

Mis recuerdos de los curas son vagos y poco importantes. Los sitúan mis recuerdos vigilando estudios, dando clases y manteniendo la disciplina. Ninguna relación especial conmigo. Quizás había uno que me miraba con más afecto pero al que no le correspondí con el mío. Con éste me ocurrió un suceso feo del que en su momento no encontré explicación pero se me quedó tan grabado que su recuerdo me ha acompañado siempre. El salón dormitorio era una enorme espacio con muchas camas distribuidas ordenadamente. Cada cual tenía su cama. Por la mañana un timbre nos despertaba y empezaba la actividad diaria a tempo lento. Acudíamos a una fuente redonda de la que manaba el agua como de una inmensa flor en la que nos aseábamos.

Una noche, ya acostados, con las luces apagadas y ya dormidos me desperté al notar que alguien me estaba tocando. Tengo presente la imagen del cura de rodillas junto a mi cama. Una mano la tenía sobándome los pequeños genitales. Me sorprendió su cara como encendida, los ojos se le salían de las órbitas. Más tarde cuando ya supe algo más del sexo descubrí que se estaba masturbando. Cuando el cura se dio cuenta de que me había despertado, rápidamente desapareció en la oscuridad. En honor a la verdad diré que este suceso no me traumatizó ni entonces ni después.

A los espacios de los curas no se podía acceder. Lo llamaban clausura. Tampoco es que tuviéramos curiosidad por entrar allí. Pero ya en esa temprana edad sentíamos que no era una vida sana la de aquella gente que vivían juntos pero no daba la impresión de que se quisieran demasiado entre ellos.

Otro recuerdo me visita de vez en cuando. En el colegio había estudiantes internos y estudiantes externos. La educación era la misma con la única diferencia de que los externos venían cada día de su casa donde vivían con su familia y los internos procedían de pueblos más o menos lejanos. Pero había otra clase de estudiantes, por llamarlos así. Los llamaban fámulos. No tenían contacto con los internos ni con los externos porque los curas no querían que se mezclaran los que pagaban con los que  eran acogidos por compasión. Los fámulos procedían de pueblos o de la ciudad, de familias sin recursos y a los que se les daba una educación de baja calidad gratis a cuenta de sus trabajos limpiando el colegio, ayudando en las cocinas, etc. Siempre me pareció una esclavitud disfrazada de caridad.

Y si no encontré evidentes malos tratos continuados como se decía que ocurría en otros colegios sí que pude asistir a momentos desgraciados poco acordes con la caridad que predicaban. Fue ya en primero de bachillerato. Un alumno, externo, procedente de una familia pobre no se lavaba suficientemente las orejas. El chico, al que he visto años más tarde, era algo deficiente y no hacía caso cuando el cura de turno le decía que se lavara mejor. El desenlace fue sonrojante, no sólo para ese alumno sino para casi todos los que asistimos al penoso espectáculo. El patio del colegio tenía en el centro una pequeña fuente. El cura avisó a los alumnos de las clases que daban al patio para que se asomaran a las ventas porque iba a lavar públicamente y con escarnio al pobre chico. No creo que se le haya olvidado nunca. Yo que fui simple espectador lo recuerdo con claridad y aún noto cierto rubor en las mejillas cuando acude a mi memoria.

Y llegaban las vacaciones y volvía a reencontrarme con las delicias del pueblo. Buenas comidas,  gentes que me recibían cariñosamente. Recuerdo que todos nos saludaban amablemente y se alegraban de nuestro regreso. Debíamos de ser como las golondrinas que anuncian el verano. Nosotros anunciábamos días de fiesta. Alguno no sabía bien la fórmula de bienvenida y en vez de empezar  con “qué tal estás”,  me decían directamente “bien y tu”. Siempre me ha hecho sonreír el tratamiento que en los pueblos hacen de estas formulas de cortesía, como las de duelo en los funerales que se dicen sin entender realmente el significado de las palabras y se convierten a veces en verdaderos disparates.

Las vacaciones de verano eran las mejores porque eran largas, teníamos buen tiempo y permitían planes de largo recorrido. En ese tiempo y durante muchos años tuve un buen amigo, muy diferente a mí, con el que compartía  mucho tiempo. Era experto en habilidades que yo nunca tuve. Sabía dónde estaban los nidos en las paredes del pueblo, con el tirachinas donde ponía el ojo llegaba certeramente la piedra. Yo le seguía a esas actividades. Nos bañábamos en el río. Pescábamos barbos con aparejos de construcción casera.

Mi madre, que regentaba una tienda de pueblo, o sea que vendía de todo, recibía todas las semanas los tebeos de la época. TBO, Pulgarcito, Capitán Trueno, Jabato, El Guerrero del Antifaz, Hazañas bélicas. Ella decía que los compraba porque así conseguía que descansáramos después de la comida bien durmiendo una siesta o leyendo. Recuerdo las placenteras tardes de lectura. Sabía todo de cualquier personaje de comic. Me encantaban los dibujos de Coll. Las historietas de Escobar. Me gustaban los dibujos de El Capital Trueno, menos los de El Jabato. Admiraba el realismo de Hazañas Bélicas.

De los tebeos pasamos a una colección de clásicos que tenía una sección de texto y otra de comic con el resumen del argumento. Comenzaba a leer el comic pero pronto pasaba al texto completo. Fue mi introducción a una práctica que me ha acompañado felizmente siempre, la lectura. Miguel Strogoff, Viaje a la luna, Los hijos del Capitán Grant, La Isla del Tesoro, El último Mohicano y tantos y tantos primeros títulos.

Y así pasaron esos dos años, los de ingreso y primero de bachillerato interno en un colegio de curas lejos de mi casa. Después, con once años mi vida iba a dar un giro que me dejará en otro internado diferente. Tampoco pude elegir ya que, como antes, elegían mis padres. Y de nuevo eligieron la bolsa, aunque muy diferente a la anterior. Pero será tema de otro capítulo.

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