Casi todos los que pontifican sobre la España vacía o vaciada son habitadores de ciudad. Muy pocos pueden hablar de su experiencia en su pueblo vaciado porque no la han vivido. Otros, menos, porque los pueblos vaciados siempre han sido de poca población, podemos contar nuestra experiencia del proceso de degradación al que hemos asistido a lo largo de estos sesenta o setenta años últimos.
Voy a relatar lo más ceñidamente a los hechos el proceso de vaciamiento de mi pueblo que podría ser igual para casi todos los del entorno. Retrocedamos, en primer lugar, setenta años para encontrarnos en un pueblo recién salido de la guerra civil con evidentes traumas, mucho cansancio y muchas ganas de salir adelante aunque haya mucho dolor oculto por la represión de los vencedores.
El pueblo tiene unos 350 habitantes dependientes todos, directa o indirectamente, de la agricultura. Cada uno tiene su sitio en ese, de momento, sólido ecosistema humano. Hay tres o cuatro familias poderosas propietarias de casi toda la tierra y que vamos a considerar el primer grupo social. La agricultura cerealista es generosa en buenas cosechas y los dueños de la tierra necesitan mucha mano de obra. Con todo, la propiedad es tan grande que ninguna de esas familias puede explotar toda su hacienda. Así que aquellas fincas menos productivas o que ofrecen más dificultad en el cultivo van a ser dadas en arriendo a otros agricultores a los que viene bien este suplemento a su no abundante hacienda. Este grupo de pequeños agricultores conformaría el segundo grupo social formado por unas diez o doce familias.
Los grandes propietarios y en menor medida los pequeños empleaban como peones del campo, criados les llamaban, a la inmensa mayoría de hombres del pueblo y de empleadas de hogar o criadas a las mujeres. Estos desheredados de la tierra se conformaban con escaos salarios y la comida que se les proporcionaba cada día. Lo mismo para las empleadas de hogar. Pueden sumar unas quince o veinte familias este tercer grupo social. El más numeroso.
Nos quedan los no dependientes directos de la tierra. El herrero, el carpintero, el cura, el secretario del ayuntamiento, el practicante, el cartero. No había ni médico ni veterinario dada la proximidad de otros pueblos de más población. Encontramos, además, dos familias de comerciantes en establecimientos en los que se podía encontrar todo lo que en ese momento se pudiera necesitar y un par o tres bares-cantinas. El número de habitantes se completa con una población flotante, no autóctona, que acudía a las obras de envergadura, como la construcción de un canal, el refuerzo en momentos especialmente exigentes como la siega o la cosecha, etc.
Esta sería la composición a grandes rasgos de la población en un pueblo pequeño dedicado a la agricultura. Como he dicho, es agricultura cerealista. No existían cultivos diferentes del trigo y la cebada de secano, con la excepción de escasos explotaciones de olivo o vid para consumo propio de vino y aceite que se fueron abandonando con el tiempo en favor del cereal.
Seguimos en los años cincuenta del siglo pasado. Acabamos de salir de una guerra en la que los ganadores, los grandes propietarios sobre todo, tienen tanto poder como resignación los perdedores. Y esta circunstancia asegura una “paz social” que permite el transcurrir del tiempo sin visibles incidentes. El talante caciquil de los ricos es tolerado como si fuera el orden natural. Casi nadie lo cuestiona. Por lo menos abiertamente.
La vida avanza rutinariamente siguiendo los ciclos de las estaciones que señalan las cosechas. A pesar de ser pocos habitantes, las clases sociales están muy marcadas. Los ricos viven casi encerrados en sus casas con todas las comodidades que se podían tener en aquel tiempo. Los primogénitos heredaban la tierra en su totalidad y a los hermanos se les procuraban carreras que ejercerían fuera de los pueblos.
Las clases intermedias acudían al casino o al bar. Cafés, juegos de cartas, etc. También había un heredero de toda la propiedad y el resto o se quedaba trabajando en la casa o se buscaba la vida en algún oficio o profesión que no exigiera demasiada inversión por parte de sus padres.
Los pobres disfrutaban de las cantinas. Allí podían cantar, reñir y, sobre todo algunos, pillar unas tremebundas borracheras que debían gestionar en unas horas porque al día siguiente al punto de la madrugada había que ir a trabajar. Evidentemente hay que suponer que los hijos de estos trabajadores no llegaban, muchas veces, ni a terminar la precaria educación escolar porque tenían que ganarse la comida desde muy temprana edad.
Pero no es el objeto de este trabajo analizar las relaciones sociales en el pueblo sino la evolución de su población. Ahora vamos a avanzar unos cuantos años, cincuenta o sesenta. En los pueblos se necesita mucho tiempo para encontrar cambios en lo fundamental. Y si se dan cambios en las costumbres, en los valores, etc. es por el empuje que reciben de factores externos , como veremos más adelante.
Las autoridades del Estado o de la Región se esfuerzan en transformar las ciudades. Crean polígonos de desarrollo, avanzan urbanísticamente, mejoran los barrios, etc. La actuación de los gobernantes en los pueblos es inexistente. Se suceden alcaldes cómodos para la autoridad regional o nacional, poco creativos porque además de no darles ocasiones de innovar tampoco son personas preparadas para esa función. Es decir, los pueblos siguen totalmente dejados de cualquier iniciativa de innovación o mejora. Las autoridades regionales o nacionales no tienen tiempo de ver cómo evolucionan los pueblos pequeños de toda la geografía. Por eso sentimos más la rabia cuando toda esta gente se llena la boca lamentando el vaciado de los pueblos cuando no tuvieron la más pequeña preocupación en el momento de tenerla.
Cómo evoluciona mi pueblo. La tecnología agrícola, en la onda de las demás tecnologías, avanza de forma impresionante e imparable. Los potentes tractores, armados con modernos geo-radares pueden realizar en pocas horas lo que antes costaba días de duro trabajo a muchos peones. Las labores de siega, acarreo y trilla que duraban meses, ahora se pueden hacer en semanas con potentes cosechadoras. Los trabajos de labrar, sembrar, etc. se pueden reducir a una siembra directa casi inmediata a la cosecha. Los abonos, insecticidas pueden deteriorar el medio ambiente pero solucionan en poco tiempo todo el trabajo de largos inviernos de antaño. Comparar los trabajos agrícolas de hace setenta años con los actuales nos haría pensar que se trata de dos actividades diferentes. Son cambios radicales en el trabajo pero menos en la concepción de la vida, en los cambios de costumbres, etc.
La consecuencia para la población es evidente. La tecnología reduce progresivamente la mano de obra. Los antiguos peones, se van jubilando y muriendo sin que nadie les sustituya porque ya no son necesarios. La población va mermando sin remedio. Los hijos de los trabajadores no tienen sitio en el pueblo y tienen que emigrar a la ciudad para encontrar un trabajo diferente al de sus padres en los polígonos industriales o en los mercados urbanos de trabajo. En estos primeros momentos, algunos jóvenes más afortunados han podido seguir estudios de bachillerato y hasta universitarios internos en colegios de Zaragoza o en los seminarios. Afortunadamente, desde los años setenta se van creando institutos de bachillerato en los centros comarcales que permiten el acceso a la educación de más jóvenes que, evidentemente, dejarán el pueblo en cuanto puedan ya que en el pueblo no hay nada que hacer.
La población va reduciéndose sin que nada ni nadie detenga el proceso. Los pequeños negocios que daban vida a varias familias se van cerrando porque falta clientela. Los bares, en el mejor de los casos, se convierten en centros sociales subvencionados por el Ayuntamiento. Llegamos al primer tercio del siglo XXI con una población de cincuenta habitantes. Y es una suerte porque el pueblo tiene aún una riqueza que se puede explotar. Centenares de pueblos de Aragón, Castilla, Galicia, han tenido peor suerte y han sido abandonados por completo.
El sustento de los que permanecen es, salvo pequeñas excepciones, la agricultura y ganadería. Los grandes propietarios se bastan con dos o tres personas, los propios dueños, para sacar adelante la explotación. Los medianos propietarios han encontrado una buena ayuda en la ganadería porcina cuyas instalaciones son bien visibles en la cercanía de los pueblos.
Pero queda una incógnita a despejar. Las herramientas del campo cuestan mucho dinero y todos los agricultores quieren tener lo último. Sin embargo el precio de los productos apenas ha variado en todo este tiempo. Cómo se explica el milagro? Muy fácil. La diferencia entre los gastos y los ingresos por el bajo precio de los productos se compensa con subvenciones de la Comunidad Económica Europea. Siempre se han quejado los agricultores y en la actualidad se siguen quejando porque el gasoil, los agroquímicos, las semillas, etc. cada día son más caros. Seguramente tienen razón, pero hay un aspecto por el no he visto a nadie quejarse y es, para mí, el que produce más tristeza. El beneficio del trabajo no está en el trabajo mismo, en la producción agraria, sino en una subvención que no tiene nada que ver con sus productos y sí con la limosna que Europa paga para evitar la vergüenza de ver un territorio completamente despoblado.
Y llegamos al meollo de la cuestión. Qué han hecho las autoridades políticas, administrativas, etc. para evitar este desastre. La respuesta es contundente y desalentadora. No han hecho nada. Por no hacer ni siquiera han mejorado las comunicaciones a menos que haya alguna razón ajena a la mejora de los pueblos.
La comunicación de mi pueblo con la capital a la que hay que acudir con mucha frecuencia es lamentable. Los primeros kilómetros son de autovía porque comunica la ciudad con un importante polígono industrial. Después vienen kilómetros de carretera que más parece camino de cabras en algún tramo. Más adelante, carretera con un arcén de dos palmos. Añadamos a estos problemas básicos de infraestructura la densidad de tráfico que soporta. La carretera que comunica la ciudad con la comunidad autónoma vecina del oeste soporta una gran densidad de tráfico de camiones. Pero muchos camioneros han descubierto una alternativa que es la carretera de mi pueblo. Sumemos infraestructuras de pésima calidad, trazados con curvas en las que no se puede adelantar, densidad de tráfico y el resultado puede imaginarse fácilmente.
He escuchado al presidente del gobierno de Aragón expresar su amor al pueblo en el que nació. Es un pueblo grande y cabecera de comarca. Su amor es tan grande que, según dice él mismo, va a dormir al su pueblo todos los días. Y va y vuelve en coche, no en helicóptero por lo que presumo que dos veces cada día tiene que sufrir en sus propias carnes el lamentable estado de las carreteras que comunican la ciudad con su pueblo. Si es defensor de los pueblos y de su desarrollo cómo no mueve un dedo por mejor las comunicaciones en un terreno que no ofrece dificultades. Sin embargo, por contraste, el acceso a Jaca desde Huesca, por ejemplo, se está haciendo con una tremendas y costosísimas obras que están transformando el salvaje y hermosos paisaje de la zona en un laberinto de pasos, puentes y autovías para mayor comodidad de vascos, navarros y zaragozanos. Es que sólo cuenta el valor económico? No están tratando en sus discursos de salvar los pueblos?
Continuaremos más adelante las reflexiones. Por cierto, mi pueblo se llama Layana y la cabecera de comarca es Ejea de los Caballeros.