Aún no he podido averiguar el atractivo que desde muy joven ejercía sobre mí la ciudad de Trieste. Realmente no sabía nada de ella más allá del agradable sonido de su nombre, Trieste, Triste, que era una ciudad italiana aunque geográficamente casi fuera de Italia, que había sufrido numerosos avatares y conflictos con las vecinas Eslovenia y Croacia, que había gozado de un tiempo esplendoroso por su anexión al Imperio Austrohúngaro. Y no mucho más. Pero llegaba su sonoro nombre a mis oídos y mi imaginación me susurraba, -allí tengo que ir algún día-.
Y casi sin darme cuenta llegó ese día en el que junto a mis amigos Manuel y Carmen, planeamos Marisé y yo un viaje cuyo centro emocional lo ocupaba Trieste. Visitaríamos Eslovenia, tan próxima, tan lejana a Trieste, y Croacia.
¿Cómo la ciudad de Trieste fue creciendo en mi imaginación? Fue un proceso lento y casi inconsciente. Un proceso de esos en que es necesario al cabo del tiempo recapacitar y repensar.
Un primer acercamiento, aunque de forma indirecta, a Trieste fue a través de escritor triestino Claudio Magris. Magris nació en Trieste en los años cuarenta, se especializó en la Universidad de Turín en cultura germánica y acabó siendo profesor de la Universidad de su ciudad natal. La obra e influencia de Magris es enorme y supera las escasas ambiciones de este trabajo. Llegué a él un poco por casualidad. Había tenido la oportunidad de vivir temporadas, sobre todo de verano, en la ciudad de Bratislava, Eslovaquia, circunstancia que me permitió visitar frecuentemente Viena.
Viena y Bratislava, en mi recuerdo, son ciudades del Danubio. El río en Bratislava siempre estaba presente, inmenso, majestuoso, salvaje. Los puentes representaban el orgullo en piedra y cemento del poder humano en la dominación de semejante corriente de agua. Con frecuencia me detenía en medio de uno de los puentes a contemplar el magnífico y poderoso río. Impresionaban sobre todo los enormes bloques helados que arrastraba su corriente en los fríos días de invierno. Otra forma de compartir el río era paseando en bicicleta por las interminables motas de tierra que aseguraban la tranquilidad en tiempo de crecidas.
Magris viajó por el rio Danubio desde su nacimiento en Ulm hasta su desembocadura por Ucrania y nos lo contó en un magnífico libro que tituló El Danubio. No fue un viaje de placer sino un recorrido cultural profundamente europeo. O por lo menos centroeuropeo. Paraba en las ciudades más representativas y nos descubría sus monumentos, profundizaba en las raíces nacionales y étnicas de sus habitantes y destacaba la labor pangermánica de la cultura prusiana o de la imperial de los Habsburgo en otros casos. Nos advirtió de los peligros de ciertos nacionalismos violentos frente al descubrimiento de las identidades legítimas de los pueblos.
Y qué tiene que ver todo esto con Trieste. Realmente nada y mucho. Yo sabía que Magris era triestino y lo asociaba a la ciudad cuando leía con verdadero placer su libro. Trieste fue parte del Imperio austrohúngaro y Magris se convirtió en un cronista del complejo y rico conglomerado centroeuropeo del que Trieste resultó un importante apéndice. He descubierto después que Magris ha escrito un libro titulado Trieste y otro de relatos relacionados con la ciudad. Quedan en lista de espera.
Pero el gran libro que me ha servido de guía para la ciudad y alrededores es el de Jan Morris. Se titula Trieste. O el sentido de ninguna parte. El primer calificativo que se me ocurre tras la lectura del libro es encantador. Sus líneas transpiran amor a la ciudad y a la región y conoce mejor que nadie sus entresijos. Con esta guía podemos disfrutar de paseos entretenidos, visitar cafés envueltos en historias de libros y escritores, descubrir rincones que pasarían desapercibidos de no tener esa información privilegiada.
Y también nos descubre los alrededores. El magnífico castillo de Miramare construido por los Habsburgo en el mejor estilo de la época, o sea algo cursi. Pero en un entorno de ensueño. Es preciosa la descripción del descenso desde la vecina Eslovenia al mar Adriatico a través del karst, que es el paisaje típico de esa región eslovena. La palabra karst procede del vocabulario esloveno y nació para describir esos paisajes de rocas solubles al agua que crean maravillosas cuevas, como la de Postoina. El viaje de Liubliana a Trieste es el descubrimiento del paisaje kárstico y el descenso final al mar Adriático. Eslovenos, italianos o austrohúngaros han sido vecinos pero no me dio la impresión de que convivieran en una vecindad amistosa. La complicada historia del siglo XX, con dictadores como Mussolini que sojuzgaba a los pueblo que consideraba inferiores ha dejado un poso de profundo distanciamiento, si no de desconfianza, entre las poblaciones. Y en Trieste viven muchos eslovenos que siguen hablando esloveno como una comunidad dentro de la ciudad.
Otro descubrimiento fue la península de Istria. Trieste es el comienzo de la misma. Avanzando por el litoral adriático, salvo una pequeña franja eslovena que se convierte en su única salida al mar, ingresamos en la nación de Croacia. Y de nuevo encontramos mezcla de culturas, desde el antiguo Imperio Romano hasta nuestros días pasando por ocupaciones imperiales centroeuropeas, agresiones fascistas y nazis, siempre aprovechando el vencedor, el poderoso, su superioridad para casi esclavizar a la población autóctona.
Y todo esto y mucho más nos lo cuenta admirablemente Jan Morris que escribió este libro a partir de sus recuerdos. Fue soldado inglés destinado en Trieste en la segunda gran guerra. Sorprendentemente, cuando falleció no hace mucho, o cuando escribió el libro que estamos comentando no era Mr Morris sino Mrs Morris. El autor de Trieste es uno de los primeros personajes públicos y famosos que practicó el cambio de sexo. Estaba casado y tenia hijos. Cuando se convirtió en una mujer siguió felizmente casado con su anterior esposa.
Pero la ciudad de Trieste siempre se asociará a uno de los más grandes escritores del siglo XX, James Joyce, el escritor más venerado, admirado y temido del siglo XX. Protagonista de innumerables anécdotas, muchas probablemente falsas, su recuerdo recorre todos los rincones de Trieste.
Joyce tuvo una relación complicada con la ciudad. Aprendió italiano, idioma con el que se comunicó siempre con sus hijos, y dominó el minoritario triestino, dialecto de la región. Pero la ciudad no fue generosa con él. En la decena de años que vivió aquí ocupó nada menos que nueve apartamentos diferentes debido a sus problemas con los caseros. Sobrevivió dando clases de inglés en diversos centros. En uno de ellos fue profesor de Italo Svevo, seguramente el escritor triestino más importante.
En la actualidad se puede peregrinar visitando cada uno de los edificios en los que vivió nuestro autor. Produce rubor constatar cómo ahora la ciudad presume tanto de aquel ilustre morador tan ignorado en su tiempo.
De los sesenta años que vivió Joyce solamente diez lo hizo en Dublín, en Irlanda. El resto de su tiempo lo repartió en varias ciudades. La estancia más larga fue en Trieste. Pero Joyce, aun estando a muchos kilómetros de su ciudad natal, vivió siempre sentimentalmente en Dublín. En Trieste escribió Diario del Artista Adolescente, con los tristes recuerdos de su educación con los jesuitas, y Dublineses, una de las obras maestras del relato corto. Uno de ellos fue magistralmente llevado al cine por John Huston. También de esta época son algunos de los capítulos de su novela Ulises. Es decir, su vida literaria, su vida principal, transcurre en Dublín, su biología, su familia, sus relaciones sociales, en Trieste y otras ciudades europeas.
Volvamos a mi viaje por Trieste. El hotel que teníamos reservado se encontraba en el centro del barrio principal, el barrio teresiano, de trazado casi geométrico, así llamado porque su construcción tuvo lugar en en la época de la emperatriz María Teresa. Se encontraba en una calle ruidosa, no olvidemos que estamos en Italia, pero que al anochecer quedaba en un silencio reparador. El hotel no era ostentoso pero podría decirse que cumplía a la perfección las exigencias de cualquier viajero que no buscase lujo u ostentación. La decoración justa pero agradable, el diseño sorprendente aunque no espectacular. Es uno de esos casos en los que hay que pararse a admirar los pequeños detalles que vamos encontrando para que no pasen desapercibidos.
La habitación, no demasiado amplia, era bonita, con una decoración esmerada, minimalista. Cansados, ingresamos en la habitación, me tumbé en la cama y descubrí en el techo una leyenda escrita con bellos caracteres. Era una cita de Joyce que, descubrí más tarde, procede de su último libro, imposible de traducir al español, Finnegans Wake. Me dio que pensar cuando la leí por primera vez porque la frase contiene además de una gran belleza sonora, profundidad de pensamiento. Decía, They lived and laughed and loved and left. Vivieron y rieron y amaron y se fueron. En inglés suena muy bien, casi musicalmente. Joyce era muy aficionado a la ópera y conocía muy bien la musicalidad de las palabras. Es difícil decir más con menos medios, con menos palabras. Qué podríamos añadir al contenido de toda una vida? Seguramente muchas cosas, infinitas, si queréis. Pero eliminemos las no esenciales y al final nos quedaríamos con estos cuatro fundamentos: vida, amor, risa, muerte.
Con este pensamiento me acosté esa noche, cansado por el viaje en coche y por los paseos por la ciudad. Rápidamente nos rendimos al sueño que fue interrumpido justo antes del amanecer. Serían las cuatro de la madrugada cuando sonó mi teléfono móvil y rápidamente, asustado, contesté para escuchar la noticia que no quería recibir. Mi madre acababa de fallecer casi en ese mismo instante, mientras dormía.
Mi madre estaba a punto de cumplir ciento dos años de edad. Desde el punto de vista de la salud había sido un prodigio. A los cien años me confesó un día con preocupación que ya empezaba a notar los achaques de la edad. Nunca había estado seriamente enferma, nunca había tenido que ir a la visita de un médico especialista, no sabía qué era un ginecólogo. Pero a los ciento un años le toco vivir indirectamente la peor enfermedad para su edad, la pandemia de COVID. Durante todo el tiempo anterior la visitaba con frecuencia y transcurrían tardes felices en la habitación de la residencia o viajábamos a su casa en el pueblo cercano. Su vida transcurría feliz en medio de las visitas de hijos, nietos y biznietos. Pero la pandemia rompió de raíz ese ritmo feliz.
Poco a poco su salud fue deteriorándose y la señora que a los ciento un años se olvidaba el bastón por los rincones para que nadie sospechara que lo necesitaba, en pocos meses pasó a necesitar una silla de ruedas. Y la mujer sensata cuyos sabios consejos escuchaba toda su familia fue debilitándose mentalmente.
Las visitas debían acomodarse a los protocolos que las autoridades sanitarias prescribían y yo sufría de ver cómo mermaban en cantidad y sobre todo en calidad. No era justo que mi madre se acercara a su final de forma tan inhumana. Pero físicamente aguantaba. Los análisis clínicos que frecuentemente le hacían permitían esperar que todo pasara y llegaran mejores tiempos. Eso me animó a abrir un paréntesis en mi rutina para iniciar mi viaje a Trieste pensando que volvería a encontrarme con ella a la vuelta.
Pero no fue posible. No pude volver de inmediato porque no tenía comunicación rápida, tampoco era necesario porque había fallecido en Semana Santa y no se practicaban inhumaciones. Por otra parte en su testamento había dejado escrito que deseaba fuera incinerada, como así se hizo. O sea que decidí continuar el viaje y dejar todos los actos funerarios para cuando volviera.
Creo que ahora cobra sentido todo lo que he contado sobre Trieste, Triste, de sus figuras literarias, especialmente Joyce. La sentencia que estaba escrita en el techo de la habitación del hotel, que seguía viendo después de recibir la noticia cobra ahora doble sentido. Qué más se podía decir de mi madre, una mujer que vivió intensamente largos años de vida, que amó y fue amada intensamente ya no sólo por su familia sino por otras muchas gentes, que disfrutó de la risa, de la diversión cuando con ella se encontró en su camino y que murió sin molestar, tal como había vivido.
Estoy reviviendo todos estos acontecimientos sumidos en complejos sentimientos de amor y recuerdo, todos ellos evocados por la casualidad de encontrar un pensamiento feliz expresado magistralmente en cuatro palabras musicalmente construidas. Trieste quedará para siempre grabada en mi memoria.