Como casi todos los recuerdos que aparecen de pronto por asociación de algo que llevas entre manos ha llegado a mi memoria el de una curiosa historia del final de mi niñez. Tendría nueve o diez años, si es que ocurrió cursando ingreso de bachillerato o entre diez y once el año de primero. Yo estaba interno en un colegio de Escolapios en Zaragoza que era la única posibilidad de estudiar bachillerato si, como era mi caso, vivía con mis padres en un pueblo muy alejado de cualquier centro educativo al que pudiera acudir que no fuera la escuela de primaria.
Estábamos en clase de matemáticas y el profesor explicaba su lección diaria en la pizarra. En estas, tomó un trozo de tiza y dibujó una línea recta que según él medía un metro de longitud. No puedo recordar cómo sucedió pero el caso es que yo le corregí y delante de toda la clase le dije que esa línea no medía un metro, que medía más de un metro. El profesor sorprendido me pidió salir a dibujar exactamente una línea de un metro de longitud con una actitud entre irónica, y de sorpresa. A esa edad no tenía la sutileza necesaria para distinguir lo serio y lo ridículo por lo que no dudé en salir a la pizarra confiado en mis posibilidades. Tomé el trozo de tiza y tracé sin dudar un instante una línea y al terminar dije con autoridad que mi línea medía exactamente un metro. El profesor entre la risa y la sorpresa fue a buscar un metro, midió la línea y se le heló la ironía cuando descubrió que medía exactamente un metro.
Ahora viene la explicación no vaya nadie a pensar que tenía poderes especiales. En el pueblo mi madre regentaba una tienda de las de entonces, es decir, en la que se vendía cualquier cosa que alguien en el pueblo pudiera necesitar desde una aguja para coser hasta pienso para las gallinas, artículos llamados coloniales como café, azúcar… No hace falta seguir. Vendía todo cuanto se necesitaba. En realidad mi madre no vendía sólo lo que se necesitaba en el pueblo sino que adelantándose a las técnicas de marketing que estaban por llegar a estos remotos lugares creaba nuevas necesidades con tal de engrosar el negocio.
Entre todos estos artículos a la venta había una sección de mercería. En la posguerra no se tiraba nada y se remendaba todo hasta que se caía literalmente a pedazos. Por eso, eran artículos de uso casi diario las cintas, gomas para arreglos de calzoncillos o medias, etc. Y venían los clientes y pedían medio metro de goma para pantalones, cinta para arreglar una cintura de pantalón, agujas de tricotar y este tipo de artículos. A veces se daban situaciones muy graciosas como la de aquella niña que me pidió un kilómetro y medio de goma para las bragas de su madre.
Yo era el mayor de tres hermanos y desde que tuve uso de razón pasaba ratos en la tienda de dependiente. Y me tocó vender de todo como es natural. En el mostrador, mi madre había señalado dos puntos muy visibles que distaban un metro y otros intermedios para los centímetros. O sea, que tenía cierta costumbre de medir en el mostrador todo lo que necesitaba ser medido. Y la amplitud de mis brazos estaba firmemente asentada para esta medida de un metro.
No di ninguna explicación en la clase de matemáticas acerca de mis cualidades para la percepción exacta de las medidas, tampoco habrá resultado ser un hecho que alguien recuerde posteriormente. Por eso este pequeño triunfo ha quedado modestamente registrado en mi memoria y ahora me toca rememorarlo.