LA VIDA … Y LA MUERTE

Mi madre acaba de cumplir 102 años. Se encuentra razonablemente bien. Camina a buen ritmo ayudada de un bastón, sube escaleras… con esfuerzo, no necesita ayuda para comer en el comedor de la residencia, se arregla cada día su habitación y se hace su cama. Incluso se plancha la ropa que necesita a diario. Claro que el deterioro de la edad se nota en sus torpes oídos, la vista va a menos por una mácula degenerativa. Nada demasiado importante.

Ultimamente se queja con una fórmula que nos hacer sonreír pero que ella repite sin un ápice de ironía o humor. Me dice: “…no creas, pero ya se me van notando los años”. Quiere decir que ya no puede caminar tan deprisa como cuando tenía setenta años, ni hacer funcionar su memoria tan alegremente como antes. Se olvida de acontecimientos recientes, lo que se conoce como memoria inmediata, pero tiene presente a toda su larga familia, con sus circunstancias, de la que se interesa cada día.

En fin, mi madre se siente bien aunque muy frecuentemente me dice que se aburre profundamente porque no puede hacer crucigramas su pasatiempo preferido, ni leer libros, ni escribir cartas, ni ver la televisión, a la que nunca ha sido muy aficionada, ni coser, ni tejer punto. Tampoco es aficionada a comidillas y cotilleos por lo que muchas veces elige estar sola antes que abusar de corrillos.

¿A qué viene esta semblanza de mi madre? Lo ilustro con una anécdota. Mi madre, añosa, tenía su amiga también añosa con la que conversaba muy a menudo. Las dos eran, son, muy religiosas. En una ocasión la amiga, que ya ha fallecido, le decía a mi madre que estaba cansada de una vida tan larga, con tantas alegría pero con tantas penas también y “pedía en sus oraciones al Señor poder encontrarse con El cuanto antes”. A lo que mi madre contestaba: “pues yo le digo al Señor que me deje una temporada más que tengo cosas que me esperan aún por hacer”.

La anécdota revela dos actitudes vitales contrapuestas. Las ganas de vivir y las ganas de morir. Mi madre sabe que le llegará el día más pronto que tarde, pero su corazón le consuela diciéndole que no hay prisa, que no sufre males que maten, de momento.

Y yo me pregunto, qué tesón imprime la naturaleza en los seres vivos para seguir siempre adelante, para desear vivir indefinidamente. En mi huerto planté una pequeña mata de pimientos. Al cabo de tres meses esa mata ha crecido y me ha obsequiado con unos preciosos frutos rojos. Sin querer escribo, “me ha obsequiado”. Pero aquí hay un error. El pimentero no tiene intencionalidad alguna, no quiere nada. No tiene objetivos diferentes de producir pimientos llenos de cientos de semillas para que germinen y se reproduzcan. Y ese afán impreso en su naturaleza es tan poderoso que produce cientos de semillas para que solo una o unas pocas germinen y continúen la especie en la huerta.Y la naturaleza es tan ciega y se olvida tanto de objetivos ajenos a la reproducción que poco después del momento culminante de la producción de semillas, cuando el fruto luce en toda su hermosura,  se deteriora y se pudre. La naturaleza no quiere ni parásitos ni inútiles. Lo que no vale cuanto antes desaparezca mejor y el pimiento una vez completada su misión de producir semillas no sirve para nada, desde el punto de vista de la naturaleza. A nosotros sí que nos sirve para asarlo al horno y darnos un festín. Pero este es otro tema.

Realmente para la naturaleza, en el sentido biológico que estamos describiendo, un ser humano no es más que un pimiento. La evolución ha hecho que el homo sapiens tenga un lento desarrollo en su infancia, pero cuando llega la juventud se alcanza el culmen de la potencia reproductiva. Dice Jesús Mosterín 1 que el “propósito evolutivo del cuerpo humano consiste en reproducir los genes que transporta y una vez realizada esta función lo mejor para la naturaleza es desaparecer”.  Hace algunos miles de años, los individuos de nuestra especie se reproducían nada más llegar a la juventud y poco después envejecían y morían en edades que ahora nos parecerían prematuras. O sea, igual que los pimientos. La diferencia está en que la racionalidad, fruto de la misma evolución, nos ofrece objetivos más elevados que la mera reproducción.

Seguramente, los antiguos homo sapiens, que a diferencia de los pimientos eran seres racionales y podían pensar en su pasado y en su futuro, morirían con pena de no sobrevivir y a causa de las dificultades con las que se encontraban: peligro de alimañas, enfermedades, la alimentación precaria cuando carecían de dientes en edad temprana, etc. Pero igual que el resto de animales, morían jóvenes. Sólo los animales domésticos se hacen viejos porque el entorno humano les proporciona los cuidados que el entorno natural no les da pero por intereses ajenos a la su naturaleza. 

Pero, tachan – tachán, apareció el talismán entre los humanos que perseguía el objetivo imposible de la inmortalidad. Se inventó la medicina. Y avanzó con pasos torpes pero incansable en la búsqueda de su objetivo. No encontró la fórmula de la inmortalidad ni antes, ni ahora. En realidad no creo que haya ningún médico en la actualidad que sueñe con esa conquista. Pero se conforma con otra más modesta pero de resultados obvios. La prolongación de la vida. Matusalén, dice la Biblia que vivió cientos de años. Sabemos que la Biblia exagera. En el neolítico una persona de treinta y cinco años ya era vieja. Actualmente una persona vieja es mi madre, aunque ella no se lo acabe de creer.

Y ahora una pregunta políticamente incorrecta. ¿Vale la pena alargar la vida a cualquier precio? Visitamos las residencias de ancianos y nos encontramos personas con Alzheimer, otras aisladas de su entorno por estar completamente sordas y casi ciegas, condenadas a perpetuidad a una silla de ruedas o a permanecer en la cama… No vamos a entrar en detalles. Pero preguntemos a cada una: ¿quieres seguir viviendo? y la respuesta mayoritariamente será: si. Porque les quedan los afectos. Los afectos de los hijos y nietos que nunca se marchitan. Algunos, como decía el viejo Epicuro, añorarán la juventud y disfrutará recordando lo que fue, otros, ni eso. Y todo sobre un tranquilo trasfondo de vida vegetativa.

La medicina ha alargado la vida, ha mejorado la vida… vegetativa. Pero no ha mejorado nada la vida que más humanos nos hace a los humanos: la vida racional que evidentemente se alimenta de una buena vida vegetativa, pero necesita de unos sentidos agudos, unos reflejos eficaces, una memoria que funciona sin pérdidas y una cierta capacidad de reflexión. Nada de esto nos puede proporcionar la medicina. Nos tenemos que conformar con la vida emocional que no desaparece de forma natural y  así podremos morir con la pena de dejar a los nuestros pero con el consuelo de su abrazo. Algo es algo.

De momento, que los científicos se olviden de la inmortalidad, que nos dejen morir cuando llegue la hora, aunque no nos guste. Tampoco deseamos un vida tediosamente larga a menos que venga en buenas condiciones. Alguien puede pensar que he escrito un alegato contra la medicina. Falso. La medicina ha dado una enorme calidad de vida que sería ridículo negar. Los analgésicos, los antibióticos, las vacunas, la cirugía y tantos avances y descubrimientos han proporcionado una vida mejor sin duda a todo el mundo, jóvenes y viejos. Y la medicina ha sembrado en toda la humanidad la esperanza de encontrar remedio a muchas de las  enfermedades que hoy nos horrorizan. Pero el tema de este artículo no es negar las virtudes de la medicina sino meternos de cabeza en el difícil embrollo de elegir entre una vida completa y plena que se termina cuando disminuye esta plenitud o la elección de una vida, aunque sea simplemente vegetativa, prolongada hasta donde sea posible.

También, pensarán algunos, estamos rozando el peliagudo tema de la eutanasia. Decididamente no es el caso en este post. No entramos en este tema ni desde el punto de vista legal y mucho menos del ético o moral. Se trata de una simple descripción y reflexión, al mismo tiempo, sobre la vida y la muerte. Reflexión que comenzó cuando los primeros homínidos tuvieron capacidad de pensar de forma abstracta y que continua igual en nuestros días. Con la misma urgencia y el mismo interés.

1. Jesús Mosterín. Muerte y Eutanasia. Incluido en el volumen “La Naturaleza humana”

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