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PUEBLOS VACIADOS IV. Las raíces

El tema de los pueblos vacíos o vaciados ofrece muchos perfiles para la reflexión. Hoy me ha dado ocasión la historia que paso a contar. A un pueblo pequeño acudieron hace unos meses unos refugiados inmigrantes procedentes de un país del centro de Asia. Fueron recibidos cordialmente y pronto se integraron en el pueblo. Buenos trabajadores pronto se hacen cargo de servicios que ofrece el Ayuntamiento. Llevan el bar del pueblo, y sacan adelante los trabajos de alguacil del ayuntamiento: limpian las calles, hacen recados, leen los contadores de agua, controlan el punto limpio, etc. Se dividen el trabajo y todo transcurre como máquina recién engrasada. Trabajan en el pueblo, conocen a las gentes del pueblo que a su vez los acogen con cordialidad. Pero ni ellos se sienten del pueblo, como es natural, ni los del pueblo los consideran realmente sus vecinos. Un día, uno de ellos desaparece sin haber dicho nada a nadie. Al principio se piensa que ha sido víctima de extorsión o de secuestro ya que ha quedado su esposa sola en el pueblo. Más tarde, al ver que falta la pequeña recaudación del los últimos días del bar y algún indicio más se llega a la conclusión de que se ha ido sin más a buscar aventuras por otros lares abandonando esposa, trabajo, vecinos.

Diariamente leemos en los periódicos los  señuelos que los alcaldes de pueblos pequeños inventan para que gentes de la ciudad o inmigrantes con familia y niños, a ser posible, acudan con la finalidad de repoblar, abrir la escuela de nuevo, etc. En mi pueblo ya hubo una de estas familias que acudió a la llamada creando grandes expectativas entre la población. Todo se frustró cuando salieron a flote los problemas que escondían estos neo-colonos que tuvieron que salir del pueblo por la vía rápida y un poco a escondidas.

Todo esto me hace pensar en la enorme contradicción que hay en todos estos movimientos que considero fallidos de principio. Y no hay que descender a los pueblos pequeños para ver el fenómeno. Yo fui a estudiar filosofía a Madrid en los años 69 y siguientes. Los estudiantes de la Universidad madrileña podían venir de cualquier punto de España y por eso no se tenía en cuenta su origen en el ambiente universitario. Pero los madrileños de pura cepa distinguían perfectamente entre ellos y los “de provincias” como calificaban a los que llegaban de fuera. Y además con cierto desdén. En Cataluña eran “charnegos” o simplemente “castellanos” independientemente de su origen. Yo, aragonés, vecino de Lérida donde trabajé de profesor durante diez años, fui siempre un “castellá”. 

También conozco de primera mano el caso de Huesca. Alguien pregunta, “¿pero fulanito es de Huesca?” y otro contesta “Mujer, claro que es de Huesca, de Huesca Toda Vida”. Desde entonces yo distingo a los de Huesca HTV y al resto, de categoría inferior.

Si descendemos a un pueblo tan pequeño como Layana, esta discriminación por origen es aún más evidente, si cabe. Yo he nacido en Layana y allí pasé mis primeros nueve años. Mis padres son de Layana y allí han vivido siempre. A partir de los nueve años he tenido que vivir en internados, colegios, universidades y después por trabajo, etc. he residido en diferentes lugares, algunos muy alejados de Layana. Pero no hay duda de que si voy a mi pueblo todos reconocerán mis raíces en él. Sin duda ni excepción. Pero ¡ay de aquel que vive en el pueblo pero ha nacido fuera! Ya puede pasar casi toda su vida en Layana que nunca será layanero sino de Sádaba o de Uncastillo o de Luesia.

Y esta es la contradicción. Los pueblos se despueblan de sus gentes y quieren poblarlos con gentes que no tienen nada que ver con ellos. Pero saben que nunca formarán parte natural de la comunidad. Se trata de una situación forzada por la necesidad y a cualquier precio. Pero no dará resultado.

¿Es inevitable esta especie de pequeño nacionalismo, por llamarlo así? Ya me gustaría que no fuera otra la condición humana. Detesto los nacionalismos, los etnicismos, y todo aquello que se aleja de una racionalidad que permita una saludable convivencia. Pero desgraciadamente los seres humanos no cambiamos fácilmente y el tirón pueblerino del localismo o el etnicismo es demasiado fuerte como para soñar que se pueda superar sin más. Tal y como somos, y hablo generalizando claro, ni los de fuera encontrarán motivos para echar raíces ni los de dentro abonarán la tierra para que aquellos arraiguen. Los problemas de la despoblación que han surgido por una prolongada mala gestión política no se pueden arreglar con ocurrencias.

LAYANA EN PRIMAVERA

La primavera inunda de flores multicolores el campo infinito que ahora exhibe una variada paleta de verdes. Pasear por el campo te recompensa con sonidos, colores, olores que perduran en tu memoria. Compartirlo con familia y amigos multiplica sus efectos. Uno de estos preciosos días queda grabado en este video que pretende aproximarse a la belleza del campo. Suena de fondo musical, What a wonderful world, que genialmente cantaba L. Armstrong, y que escribí e interpreté al piano eléctrico.

EL POZO DE LOS BAÑALES II

Al releer por encima alguna de las entradas del blog de Layana me encuentro con una noticia que me veo en la obligación de modificar. Decía en ella que no encuentro, por mucho que me esfuerce, la fuente por la que me ha llegado la historia de la muchacha y el diablo en el pozo de los Bañales. Ni mi padre, ni nadie de su edad me la ha contado, entonces, ¿de dónde ha salido? Sigo sin saberlo.

Pues bien, ahora vamos a tratar de complicar algo más este pequeño y poco trascendente embrollo. No puedo recordar cómo llegó hasta mi la noticia de un libro, una novela, que transcurría en Layana y estaba relacionada con la leyenda del pozo de los Bañales. En realidad la noticia me sumía en la más absoluta perplejidad. Una escritora catalana que inventa toda una trama satánica, en el más genuino ambiente de novela gótica y de misterio y sitúa la acción y los personajes en el perdido pueblecito de Layana. ¿Puede ser que Layana sea importante para alguien que no es de allí? ¿por qué elegir Layana entre los cientos de pueblos  que hay a su alrededor? El libro se titula El Dueño de las Sombras y es el primero de la satánica Trilogía Eblus.

Care Santos, autora catalana que escribe en catalán y en castellano novela, relato corto, poesía, que ha recibido numerosos premios literarios de ámbito nacional e internacional, el Nadal entre otros, que ha sido traducida a numerosos idiomas, ha recalado para localizar su relato en Layana, los Bañales y Tiermas.

Realmente no reconozco a mi pueblo en sus descripciones. Me pregunto y le he preguntado a ella si ha estado en Layana. Creo que no. No hay casonas tan importantes como las que allí describe, ni los personajes se asemejan a los que podríamos imaginar que allí vivieron en los tiempos en los que transcurre la historia.

A mi, qué le voy a hacer, no me interesa nada la literatura gótica, de misterios o como quiera llamársele. Ni siquiera la mejor, con la excepción de Drácula, de Bram Stoker, los relatos de E. Allan Poe u otros de esta calidad literaria. La historia que nos cuenta Care Santos es realmente muy sofisticada con demonios que  persiguen las almas de las personas y cosas por el estilo. Definitivamente, no me interesa. Pero he llegado hasta el final con mucho interés por conocer el desarrollo de los acontecimientos en Layana y alrededores.

Al terminar la lectura seguí intrigado por conocer cómo había llegado a las leyenda del pozo de los Bañales. Y le escribí, no recuerdo si a por e-mail o a través de Facebook. Me contestó muy cariñosa pero no me desveló quien fue  el que le condujo hasta Layana, hasta el pozo de los Bañales y su historia, si había antecedentes familiares o algo por el estilo que justificara tan extraña elección para alguien tan alejado de estas tierras, si escuchó o leyó estas leyendas de boca de alguien o en los textos de alguien. Tendremos que esperar a encontrar la respuesta. 

Por si alguien se interesa por la novela:

El Dueño de las Sombras

Care Santos

Ediciones B, B de Books

LA VIDA … Y LA MUERTE

Mi madre acaba de cumplir 102 años. Se encuentra razonablemente bien. Camina a buen ritmo ayudada de un bastón, sube escaleras… con esfuerzo, no necesita ayuda para comer en el comedor de la residencia, se arregla cada día su habitación y se hace su cama. Incluso se plancha la ropa que necesita a diario. Claro que el deterioro de la edad se nota en sus torpes oídos, la vista va a menos por una mácula degenerativa. Nada demasiado importante.

Ultimamente se queja con una fórmula que nos hacer sonreír pero que ella repite sin un ápice de ironía o humor. Me dice: “…no creas, pero ya se me van notando los años”. Quiere decir que ya no puede caminar tan deprisa como cuando tenía setenta años, ni hacer funcionar su memoria tan alegremente como antes. Se olvida de acontecimientos recientes, lo que se conoce como memoria inmediata, pero tiene presente a toda su larga familia, con sus circunstancias, de la que se interesa cada día.

En fin, mi madre se siente bien aunque muy frecuentemente me dice que se aburre profundamente porque no puede hacer crucigramas su pasatiempo preferido, ni leer libros, ni escribir cartas, ni ver la televisión, a la que nunca ha sido muy aficionada, ni coser, ni tejer punto. Tampoco es aficionada a comidillas y cotilleos por lo que muchas veces elige estar sola antes que abusar de corrillos.

¿A qué viene esta semblanza de mi madre? Lo ilustro con una anécdota. Mi madre, añosa, tenía su amiga también añosa con la que conversaba muy a menudo. Las dos eran, son, muy religiosas. En una ocasión la amiga, que ya ha fallecido, le decía a mi madre que estaba cansada de una vida tan larga, con tantas alegría pero con tantas penas también y “pedía en sus oraciones al Señor poder encontrarse con El cuanto antes”. A lo que mi madre contestaba: “pues yo le digo al Señor que me deje una temporada más que tengo cosas que me esperan aún por hacer”.

La anécdota revela dos actitudes vitales contrapuestas. Las ganas de vivir y las ganas de morir. Mi madre sabe que le llegará el día más pronto que tarde, pero su corazón le consuela diciéndole que no hay prisa, que no sufre males que maten, de momento.

Y yo me pregunto, qué tesón imprime la naturaleza en los seres vivos para seguir siempre adelante, para desear vivir indefinidamente. En mi huerto planté una pequeña mata de pimientos. Al cabo de tres meses esa mata ha crecido y me ha obsequiado con unos preciosos frutos rojos. Sin querer escribo, “me ha obsequiado”. Pero aquí hay un error. El pimentero no tiene intencionalidad alguna, no quiere nada. No tiene objetivos diferentes de producir pimientos llenos de cientos de semillas para que germinen y se reproduzcan. Y ese afán impreso en su naturaleza es tan poderoso que produce cientos de semillas para que solo una o unas pocas germinen y continúen la especie en la huerta.Y la naturaleza es tan ciega y se olvida tanto de objetivos ajenos a la reproducción que poco después del momento culminante de la producción de semillas, cuando el fruto luce en toda su hermosura,  se deteriora y se pudre. La naturaleza no quiere ni parásitos ni inútiles. Lo que no vale cuanto antes desaparezca mejor y el pimiento una vez completada su misión de producir semillas no sirve para nada, desde el punto de vista de la naturaleza. A nosotros sí que nos sirve para asarlo al horno y darnos un festín. Pero este es otro tema.

Realmente para la naturaleza, en el sentido biológico que estamos describiendo, un ser humano no es más que un pimiento. La evolución ha hecho que el homo sapiens tenga un lento desarrollo en su infancia, pero cuando llega la juventud se alcanza el culmen de la potencia reproductiva. Dice Jesús Mosterín 1 que el “propósito evolutivo del cuerpo humano consiste en reproducir los genes que transporta y una vez realizada esta función lo mejor para la naturaleza es desaparecer”.  Hace algunos miles de años, los individuos de nuestra especie se reproducían nada más llegar a la juventud y poco después envejecían y morían en edades que ahora nos parecerían prematuras. O sea, igual que los pimientos. La diferencia está en que la racionalidad, fruto de la misma evolución, nos ofrece objetivos más elevados que la mera reproducción.

Seguramente, los antiguos homo sapiens, que a diferencia de los pimientos eran seres racionales y podían pensar en su pasado y en su futuro, morirían con pena de no sobrevivir y a causa de las dificultades con las que se encontraban: peligro de alimañas, enfermedades, la alimentación precaria cuando carecían de dientes en edad temprana, etc. Pero igual que el resto de animales, morían jóvenes. Sólo los animales domésticos se hacen viejos porque el entorno humano les proporciona los cuidados que el entorno natural no les da pero por intereses ajenos a la su naturaleza. 

Pero, tachan – tachán, apareció el talismán entre los humanos que perseguía el objetivo imposible de la inmortalidad. Se inventó la medicina. Y avanzó con pasos torpes pero incansable en la búsqueda de su objetivo. No encontró la fórmula de la inmortalidad ni antes, ni ahora. En realidad no creo que haya ningún médico en la actualidad que sueñe con esa conquista. Pero se conforma con otra más modesta pero de resultados obvios. La prolongación de la vida. Matusalén, dice la Biblia que vivió cientos de años. Sabemos que la Biblia exagera. En el neolítico una persona de treinta y cinco años ya era vieja. Actualmente una persona vieja es mi madre, aunque ella no se lo acabe de creer.

Y ahora una pregunta políticamente incorrecta. ¿Vale la pena alargar la vida a cualquier precio? Visitamos las residencias de ancianos y nos encontramos personas con Alzheimer, otras aisladas de su entorno por estar completamente sordas y casi ciegas, condenadas a perpetuidad a una silla de ruedas o a permanecer en la cama… No vamos a entrar en detalles. Pero preguntemos a cada una: ¿quieres seguir viviendo? y la respuesta mayoritariamente será: si. Porque les quedan los afectos. Los afectos de los hijos y nietos que nunca se marchitan. Algunos, como decía el viejo Epicuro, añorarán la juventud y disfrutará recordando lo que fue, otros, ni eso. Y todo sobre un tranquilo trasfondo de vida vegetativa.

La medicina ha alargado la vida, ha mejorado la vida… vegetativa. Pero no ha mejorado nada la vida que más humanos nos hace a los humanos: la vida racional que evidentemente se alimenta de una buena vida vegetativa, pero necesita de unos sentidos agudos, unos reflejos eficaces, una memoria que funciona sin pérdidas y una cierta capacidad de reflexión. Nada de esto nos puede proporcionar la medicina. Nos tenemos que conformar con la vida emocional que no desaparece de forma natural y  así podremos morir con la pena de dejar a los nuestros pero con el consuelo de su abrazo. Algo es algo.

De momento, que los científicos se olviden de la inmortalidad, que nos dejen morir cuando llegue la hora, aunque no nos guste. Tampoco deseamos un vida tediosamente larga a menos que venga en buenas condiciones. Alguien puede pensar que he escrito un alegato contra la medicina. Falso. La medicina ha dado una enorme calidad de vida que sería ridículo negar. Los analgésicos, los antibióticos, las vacunas, la cirugía y tantos avances y descubrimientos han proporcionado una vida mejor sin duda a todo el mundo, jóvenes y viejos. Y la medicina ha sembrado en toda la humanidad la esperanza de encontrar remedio a muchas de las  enfermedades que hoy nos horrorizan. Pero el tema de este artículo no es negar las virtudes de la medicina sino meternos de cabeza en el difícil embrollo de elegir entre una vida completa y plena que se termina cuando disminuye esta plenitud o la elección de una vida, aunque sea simplemente vegetativa, prolongada hasta donde sea posible.

También, pensarán algunos, estamos rozando el peliagudo tema de la eutanasia. Decididamente no es el caso en este post. No entramos en este tema ni desde el punto de vista legal y mucho menos del ético o moral. Se trata de una simple descripción y reflexión, al mismo tiempo, sobre la vida y la muerte. Reflexión que comenzó cuando los primeros homínidos tuvieron capacidad de pensar de forma abstracta y que continua igual en nuestros días. Con la misma urgencia y el mismo interés.

1. Jesús Mosterín. Muerte y Eutanasia. Incluido en el volumen “La Naturaleza humana”

LAYANA.- PUEBLOS VACIADOS- III

Layana

La población de los pueblos disminuye. Todo el que puede se va a buscar trabajo a la ciudad y vuelve el fin de semana al pueblo con aires de haber subido un tramo en la escala social. Es cierto que en el pueblo no había trabajo o, al menos, un trabajo que le proporcionara un sueldo como en la ciudad. Bueno, llegamos a la conclusión que el pueblo repele a sus vecinos. 

Cambiemos la perspectiva. También repele a los que van a trabajar, a los que encuentran su modo de vida en ellos. Quienes son estos, os preguntáis? En Sádaba hay un instituto con los dos primeros cursos de la ESO al que acuden los niños de los pueblos más cercanos. Pasemos por alto, de momento, el hecho de que algún pueblo lleve los niños y niñas a Ejea antes que a Sádaba aun estando esta localidad más cercana a esta última por el efecto “pueblo más grande, pueblo más importante”. No es nuestro asunto de momento.

Los profesores del instituto, creo que en su totalidad, residen en Zaragoza y recorren cada día los 100 Km. de ida más los de vuelta que les separan de sus residencias. Ejea tiene dos institutos y los profesores, casi en su totalidad residen en Zaragoza y como los de Sádaba recorren diariamente dos veces los 80 Km desde sus casas a su trabajo.

El Centro Médico de Sádaba está atendido por médicos que viajan todos los días los 100 km. para trabajar en el pueblo. Sospecho que pasa lo mismo con los médicos del hospital de Ejea de los Caballeros. En el caso de los médicos se llegan a situaciones tan disparatadas que hay problemas para que vayan a hospitales de capitales de provincia como Teruel o Huesca. Todo esto ronda la locura.

El autor de estas líneas, profesor de instituto, ha sido durante muchos años corresponsal de su centro en una red educativa europea en la que estaba representado un centro de cada país de la Unión Europea. Por esta razón ha viajado a muchos países y ha compartido casa y experiencias con profesores de todos los países europeos. Y ha observado que, más en el centro y norte de Europa, ocurre todo lo contrario de lo que acabamos de describir. Los profesionales viven en pueblos más o menos cercanos a la ciudad en la que se encuentra su centro de trabajo. Huyen del ajetreo de la ciudad y les encanta la tranquilidad de los pueblos. La vivienda en los pueblos es fantástica porque pueden comprar y adaptar viviendas con un tamaño y comodidades imposible de encontrar en la ciudad con sus salarios.

Y esto nos obliga a preguntarnos: Como se explica esta actitud de rechazo a los pueblos que observamos en profesores y sanitarios aquí, en Aragón, por no decir en toda España? Hay casos que podemos entender. Madres que necesitan volver al domicilio familiar porque tienen hijos pequeños. Y seguramente encontraremos otros casos excepcionales tan dignos como este. Pero seguimos preguntándonos: qué hace que el lugar de trabajo sea solo eso, lugar de trabajo? Por qué no hay ningún atractivo que invite a residir aunque sea durante la semana? Qué falla para que el pueblo no atraiga lo suficiente como para disfrutar un poco de él. Porque se dan casos de profesores o médicos que después de un tiempo de trabajar en los pueblos no saben nada de ellos, de sus calles, de su historia. Casi, ni de sus gentes.

Estoy seguro de que muchos lo van a negar pero yo pienso que un médico no atiende “solo” enfermedades, sino primariamente a enfermos. Y los enfermos son personas en un contexto familiar y social, en un entorno geográfico, etc. Y la mejor manera de conocer todo esto es viviendo en ese ambiente. Hace sesenta años el médico, el practicante vivían en el pueblo y era impensable que fuera de otra manera. El médico era uno más, muy cualificado, eso sí. 

Pero hay que reconocerlo. Los pueblos no ofrecen alicientes para residir en ellos a menos que seas de allí. Y, ciertamente, encontramos razones para huir de los pueblos sin rompernos demasiado la cabeza. En esta entrada vamos a centrarnos en los problemas de vivienda pero aparecerán otros a medida que avance el análisis.

Los vecinos residentes se han hecho con una buena vivienda. Los visitantes de fin de semana también tienen buenos alojamientos porque han ido arreglando las viviendas de sus padres o abuelos. Pero si algún trabajador, del tipo que sea, temporal o permanente, quiere alojarse en una vivienda digna en la que no haya que invertir demasiado porque la estancia puede no ser muy larga, qué puede encontrar? Lo va a tener muy difícil porque no hay viviendas de esas características. Hay una carencia básica de vivienda.

Recuerdo que hace unos años, un alcalde de Layana avanzó el proyecto de construir unas viviendas sociales para todo aquel que quisiera vivir total o temporalmente en el pueblo. La idea no progresó. No conozco las razones. Seguramente fueron dificultades económicas, de rentabilidad y miedo al endeudamiento del Ayuntamiento. Pero cualquiera de ellas es significativa y paradigmática de las iniciativas de las autoridades en los pueblos y la soledad con la que se han encontrado para idear y aportar soluciones.

Quizás alguien se le ocurra pensar: y tú, por qué no has residido en pueblos? Es el argumento “ad hominem” tan frecuente en discusiones de Twiter. Yo no he vivido en pueblos porque nunca he trabajado en pueblos. Y siempre he buscado con mi esposa, también docente, la mejor solución para la conciliación familiar, por encima de otras consideraciones. Y creo que si la conciliación me hubiera dado la posibilidad de vivir en un pueblo, pienso que habría vivido en un pueblo.